Naturaleza, pero más la que está bien trabajada por la
mano de los dioses o los humanos.
Pomona es pacífica. No esgrime jamás una jabalina como
las otras ninfas y en su mano derecha siempre lleva unas
simples tijeras para la poda. En todo caso, no se fía de los
hombres, los faunos o los sátiros y mantiene cerrado su
huerto. Silvano la ve y se siente joven, Pan se adorna con
una corona de hojas de pino para deslumbrarla… pero to-
dos fracasan en sus apasionadas intenciones. Sólo Vertum-
no se mantiene inasequible al desaliento. Es tanto su amor
que se disfraza de segador, de viñador, se camufla con la
indumentaria de un pescador, aparece con una escalera dis-
puesto a cosechar manzanas… pero Pomona no cede.
Al fin Vertumno, dios de los pastores y con una capacidad
camaleónica casi infinita, se presenta ante su amada como
una anciana de cabellos plateados cubiertos por un des-
gastado gorro y apoyándose en un fatigoso bastón. Con-
sigue entrar en el jardín de Pomona y alaba cómo tiene
cada una de las hortalizas y sembrados. Mira de hito en
hito a Pomona y afirma
Te hace justicia, querida
. Le besa, no
exactamente como lo haría una abuela, y se detiene ante
un olmo y una vid entrelazados para darse cobijo y vitali-
dad mutuos. Aprovecha entonces para contarle la fábula
de Ifis y Anaxáreta y culmina deshaciéndose del disfraz pa-
ra que Pomona sucumba finalmente a sus encantos y se
deje llevar por el amor y sus desbocadas pasiones.
Los franceses Cambert y Perrín estrenaron la ópera ti-
tulada Pomone en 1671 y el británico Lambert, ya en
1928, hizo lo propio con un ballet que llevaba el mismo
título, pero son, sin duda, los compases del Concierto
de Aranjuez del maestro Joaquín Rodrigo los que nos
conducen por las dulces veredas de esta singular pareja
de dioses romanos.
Volvamos así a los tapices de Palacio y sus eróticas esce-
nas, algunas de ellas tan explícitas que los reyes las reser-
vaban para sus habitaciones privadas; no se sabe con qué
aviesas o inconfesables intenciones.
Un reinado sombrío y amargo
Lo que sí se sabe es que Isabel II fue una mujer muy ac-
tiva sexualmente, que tuvo un marido muy cuestionado
en estas actividades y que quizá –como buena hija– imi-
tó los excesos de su madre, la reina regente cuyas an-
danzas dieron lugar a chanzas de toda clase y condición.
Aquí se vierten un par de ellas:
Clamaban los liberales
que la reina no paría.
¡Y ha parido más muñoces
que liberales había!
La Regente es una dama casada en secreto y embarazada en
público.
Llama la atención que hasta el papa Pío IX, informado por
el confesor de la reina, enviara una carta de reconvención
a Isabel que hoy permanece custodiada en la Academia de
la Historia.
No puede ser sólo una coincidencia que Isabel fuera la
más frecuente inquilina de las dependencias reales deAran-
juez. Una mujer tan promiscua se dejó seducir por las imá-
genes dispuestas en las paredes de los salones del Palacio.
La belleza de los jardines, el trino de las aves, el paseo jun-
to a alguno de sus amantes son ingredientes magníficos pa-
ra dejarse llevar por tantos estímulos cargados de sensua-
lidad.
Isabel abandonó España en 1868 con su abdicación bajo el
brazo y anticipando una república que no tardó en llegar.
Contaba entonces treinta y ocho años, había sido reina
desde los diez y vivió en el exilio de París hasta el fin de
sus días, ya en 1904.
■
49
Pliegos de Rebotica
´2015
●
Vertumno y Pomona por Peter Paul Rubens,
1617-1619, Colección privada de Madrid.
Isabel II en 1852, retratada junto a su hija Isabel.
Franz Xaver Winterhalter, Palacio Real de Madrid.
SOLES DE MEDIANOCHE
●