Revista Pliegos de Rebotica - Nº 142- julio/septiembre 2020

13 Pliegos de Rebotica 2020 E E s muy consciente del esfuerzo que tiene que hacer para entrar en la habitación. A medida que sus pasos la acercan, paulatinamente se van haciendo menos naturales, más difíciles, más plomizos, más intensos, más amargos. Hay mucha luz todavía en los pasillos del hospital; es junio y el día es largo. Entrecortados en la distancia de un larguísimo pasillo se perfilan varios carros metálicos abarrotados con las bandejas de la cena. Golpea ligeramente con los nudillos en la puerta antes de traspasar el umbral. Para su sorpresa, la habitación está en penumbra. El acusado empecinamiento del calor diurno en esas fechas obliga a tomar medidas de contención. Las persianas a medio bajar imponen un criterio rayado y taciturno al conjunto. Él está ahí, en la primera cama de la izquierda. De inmediato escucha su voz inconfundible. –Menos mal que has llegado. Las yeguas están sueltas en el prado y no sale nadie a por ellas – comienza a decir su padre mientras se incorpora en la cama. –¿Qué yeguas? –se oye decir Teresa sin apenas tiempo para ser consciente de la situación. –¿Cómo que qué yeguas? ¿Es que no ves que están ahí, detrás de la empalizada? Pero míralas… –indica él con el brazo derecho extendido hacia el ventanal. Ahora sí; ahora sí recompone Teresa la posición. La mente de él, su padre, navega de nuevo, sin que nadie acierte a saber por qué en los escenarios que han configurado su vida. Unas caprichosas conexiones neuronales amalgaman ideas sobre los muchos años que ha pasado criando caballos, domando caballos, montando caballos, viajando con caballos, adorando a los caballos. No basta con explicarle varias veces con paciencia que lo que ve nada tiene que ver con empalizadas ni con yeguas y potritos. No basta porque sus palabras tienen muy poca capacidad para traspasar la insondable química cerebral. –Sí, vale. Mira te doy la cena y luego me voy a recogerlas –claudica ella mientras le baja la cama. Triste, pensativa pero inevitablemente dialogante coloca la mesa auxiliar con la bandeja y se pone a organizar el contenido. –Recoges primero a La Maja y luego a Caprichos . Las cabezadas están en un gancho que hay en la puerta de la cerca –hilvana él las instrucciones sin dejar de masticar. –Sí, papá –concede ella. –Ten cuidado con los potritos, que no se te escapen. Luego cuesta Dios y ayuda echarles mano. El de La Maja especialmente. Pero tú no te preocupes; en cuanto vea que te llevas a su madre se acerca solo. –Sí, papá –sigue repitiendo Teresa mecánicamente mientras su atención está puesta en no dejar que la comida acabe en la servilleta. A punto de dar las ocho y media deja atrás la habitación sintiendo una mezcla de tristeza e impotencia ante los delirios de él. La circulación del personal por la planta ha bajado el ritmo a aquella hora. Concentrados en su función solo alguno de los uniformados repara en un familiar más que se marcha. Aquellas yeguas sueltas Mª Ángeles Jiménez

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