H
oy ante el abismo vacío del papel en blanco
no puedo dejar de sentir vértigo. No tanto por
decir algo inconveniente como por cansar al
lector por tanta palabra inútil. Me corresponde
escribir un cuento, pero son ya tantos cuentos
en la boca de quienes dirigen nuestros destinos
que quizá debiera intentar un lenguaje más
directo, una opinión, una idea, algo que apunte
a una solución aunque sea de forma peregrina.
Librarnos de tanta frase hecha, de tanto repetir
los mismos tópicos, de tanto aturdir nuestras
conciencias. Antaño eran fuerzas misteriosas
las que movían el mundo desde la negrura del
averno, hoy son los mercados pero siguen
siendo tan o más misteriosos como aquellos y
siguen viviendo en un lugar solo visitado por
los muertos.
Por eso, me conformaré con una pequeña
fábula, algo simple, de razonamiento exacto de
acuerdo con el sentido común, con la intuición
que todos los pueblos tienen y que en este
momento nos invita a percibir el futuro con
desasosiego.
Érase una vez un pueblo, todo él laborioso
y feliz por la abundancia de sus
cosechas, la cuál les hacía
cooperar porque de ese modo
obtenían mayor fruto para sus ya
bien cargadas despensas y
graneros. Quiso entonces la
fortuna, la mala fortuna que es
quien escribe la historia porque
de la buena es difícil
apercibirse, que los caprichos
del Sol trajeran con sus
sombras la sombra de la
sequía sobre los
campos, que
poco a poco
se hicieron
yermos. Al
principio
nada
cambió, las
despensas
repletas
soportaron
un tiempo el infortunio, pero como todo,
también lo bueno se termina y pronto las
entrañas de las gentes conocieron la sensación
del hambre. La desagradable corrosión que los
jugos, debido a su pureza, producen sobre las
paredes del estómago. Con el hambre vino la
tristeza, tras ella, la ira y con ésta la percepción
clara de que otros disponían de mejores
alimentos. Aquellas tierras y sus gentes antes
pacíficas y hospitalarias se hicieron coléricas y
hurañas, nadie era ya bien venido porque
cualquier boca no se adivinaba como fuente de
canciones y poemas sino como pozo de
insaciable consumo.
Con ese espíritu se reunió el pueblo, o
mejor, quienes al pueblo decían representar.
Pronto se supo que los representantes se
estaban encargando de aprovisionar de nuevo
sus despensas, que ningún esfuerzo se dirigía a
solucionar de algún modo el hambre de todos,
sino más bien a proteger las repletas alacenas
de quienes decían trabajar para su pueblo. Ya
nadie creía en la capacidad del gobierno, las
gentes tomaron de su mano la justicia e
intentaron así devolver el antiguo orden, sin
comprender que aquel no estaba basado en un
sabio gobierno sino en una abundancia en las
cosechas.
Tras muchos y dolorosos desencuentros en
los que en más de una ocasión corrió la sangre
las opiniones se fueron reuniendo alrededor de
dos ideas. Unos pensaban que la solución era
evidente, se necesitaba urgentemente
racionar las provisiones y, en consecuencia,
se imponía reunir lo atesorado y regular las
raciones haciéndolas proporcionales a la
capacidad de cada cual para trabajar los
campos que, en aquellas
circunstancias, eran de por
sí improductivos. Nada
quedaría desaprovechado.
En la otra parte, se
situaron quienes llevaban
consigo la idea de no dar
la espalda a nadie, de
considerar a todos como
necesarios, porque la
vida era en sí misma
sagrada con
independencia de la
capacidad productiva de
quien la ostentara.
P
de Rebotica
LIEGOS
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RELATOS
Crisis y criba
Javier Arnaiz