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n el capítulo quinto de esa monumental auto-biografía que tituló Desde la última vuelta del camino , Pío Baroja nos dice que des-de San Sebastián, donde nació en 1872, se traslado a Madrid con su familia cuando apenas tenía siete años. Recuerda que viajaron en tren y que al llegar a la estación de Ávila su padre pidió desayuno pa-ra todos, con la contrariedad de que en aquella especie de cantina sólo había poco más que café, lo que incomodó sobremanera al grupo fami-liar. Parece ser que el niño que entonces era Pío Baroja terminó mareándose, te-
niendo que recostarse sobre el respaldo del asiento del vagón que ocupaban. La cosa es que llegaron a Ma-drid con bastante retraso y el estómago vacío, expe-riencia que el escritor nunca olvidaría. Digamos que el padre de Baroja, don Serafín, venía a Madrid destina-do al Instituto Geográfico y Estadístico, del que era funcionario.
Se estaban produciendo las últimas boquea-das del siglo XIX. Por supuesto que aquel Madrid al que llegaban los Baroja tenía poco que ver con éste que ahora disfrutamos y padecemos. Estam-pa viva era de aquel poblachón manchego al que si-glos antes se había referido don Francisco de Quevedo. Aunque con ciertas característi-cas muy particulares. Cierto que todavía no había aparecido el cinematógrafo, y los medios de transporte eran realmente elementales. Tengamos en cuenta que la ciudad aún no alcanzaba el medio mi-llón de habitantes. Pero era el Madrid de los sainetes y las zarzuelas, el Ma-drid castizo de las verbenas, de los chis-peros y la manolería. En el teatro estaban de moda los dramas románticos de José Zorri-lla y los más rotundos dramones de José Echegaray, el periodismo de Julio Nombe-la, las rimas de Gustavo Adolfo Bécquer o las doloras de Ramón de Campoamor. Un Madrid hoy apenas reconocible, localizable sólo en las páginas de su historia, tan intere-santes como pintorescas en aquella época.
La familia Baroja llegó a la capital de España en un momento de gran convul-sión social y política. Aún estaba reciente el fracaso de la Primera República, aque-lla que consumió cuatro presidentes en algo más de once meses. Poco antes, con-
vencido de la imposibilidad de go-bernar a los españoles, se había producido la abdicación de Ama-deo de Saboya, y comenzaba, tras el pronunciamiento de Sagunto, la Restauración borbónica con un Alfonso XII bastante dubitativo y un Cánovas del Castillo demasiado conservador. La buena noticia fue la re-ferente a la boda del rey con María Cris-tina de Habsburgo-Lorena, tan bene-
ficiosa para España. En lo que se refiere a las letras, aquel mismo año Juan Valera publicaría su obra Doña Luz , José Ortega Munilla La ciga-rra , Gaspar Núnez de Arce El vértigo , y nacen los poetas Enrique de Mesa, Francisco Villaespesa, Eduardo Marquina y el novelista Gabriel Miró. Los Baroja, al fin, se instalan en un piso de la ca-lle Real, situada un poco más arriba de la glorieta de Bilbao, calle que hoy es prolongación de la de Fuen-carral, muy en el centro de Madrid. Don Pío lo recuer-da en sus Memorias : “Enfrente de nuestra casa había un campo alto, arenoso, no desmontado aún, que se lla-maba la Era del Mico. Sobre ella había una serie de columpios y tiovivos. Las diversiones de la Era del Mi-co, las calesas y calesines que existían aún y los co-ches fúnebres que pasaban por allí, eran nuestro entre-tenimiento desde los balcones de la casa. Yo tenía siete años, y al principio no iba a la escuela”.
Cierto que no fue Baroja muy dado a la prosa sen-timental, a los relatos excesivamente emotivos, pero aquí la persona adulta que ya era recuerda con espe-cial intensidad los tiempos de su infancia, de su llega-da a Madrid: “Con un intervalo muy corto hubo enton-ces dos ejecuciones: la de los regicidas Otero y Olica Moncasi, y oíamos vender en los alrededores de la ca-sa la Salve que cantaban los presos al reo que estaba en capilla. Sin duda –afirma Baroja– se ejecutaba en el Campo de los Guardias”, entiéndase de los Guardias de Corp, que debía estar muy cerca de la casa donde vivía el futuro escritor. Y agrega que por entonces se hablaba mucho de doña Baldomera, un personaje de-lictivo y pintoresco que estafó a muchos madrileños. “Recuerdo –dice Baroja– haber visto el retrato de esta embaucadora, recortado en algún periódico, en alguna tienda. Entonces estaba en la cárcel de la calle de Qui-ñones, que llamaban La Galera . Se decía que doña Bal-domero había estado en un palco bajo de un teatro, pa-ra que la vieran y por la madrugada se marchó en un tren rápido camino de la frontera con idea de meterse en Francia”.■
José López Martínez
El Madrid al que llegó Pío Baroja
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de Rebotica de Rebotica
LIEGOS LIEGOS 47
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