Page 37 - Pliegos_109

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E

ra un perro mestizo, ni grande ni pequeño, ni gordo ni famélico, con la simpatía justa para poder andar las calles sin ser ni acariciado ni agredido. Nunca supo su origen, tampoco tenía muchos amigos porque la intemperie ya no acogía perros sin collar. Su única y mejor habilidad consistía en revolver las basuras para conseguir, sin derramar el cubo, alguna sobra que a él le servía de sustento. Sus necesidades se cubrían sin esfuerzo, siempre encontraba un techo cuando la noche se encaraba fría y sabía encontrar refugio si le alcanzaba algún chaparrón. Por lo demás, el límite era la distancia que podía recorrer antes de que el hambre le obligara a recabar en un pueblo, aunque más de una vez pudo saciarse cazando algún gazapo. En definitiva respondía fielmente a la imagen de un trotamundos.

Una mañana, después de desperezarse al sol mientras estiraba sus músculos llegó a su nariz un aroma que resultaba irresistible, una mezcla de grasa, carne y otros aromas poco distinguibles. Siguió el rastro y alcanzó una pequeña ciudad, pequeña para ojos humanos pero inmensa para aquel animal

acostumbrado a praderas, granjas y pequeñas aldeas. Las calles sonaban atronadoras por el motor de los coches que las recorrían, alguna bocina aún consiguió intimidarle poniéndole pies en polvorosa hasta que la falta de aire le obligaba a parar. Poco a poco se hizo con el control del latido de su corazón y pudo sobreponerse a tanto ajetreo. Entonces otro olor más familiar le obligó a dirigir la mirada a un callejón. Al fondo, pegados a la tapia tres perros disfrutaban tanto de su propia pereza como del espectáculo de carreras que había ofrecido el trotamundos. Se acercó a ellos y les habló en el idioma que solo los perros y algunos lobos conocen. “¡Hola!”, saludó. Ellos ni siquiera se levantaron, subieron su mirada y siguieron con su quehacer que no era otro que una pesada

digestión. Pronto notó en ellos su falta de vitalidad, su extrema gordura y una mirada llena de cansancio de no hacer nada. “He olido un rastro que si queréis podemos seguir juntos” insistió el aventurero. ¿Un rastro y hacia dónde te lleva?, replicó el más gordo de los tres. El recién llegado levantó su nariz y olfateó el aire, el aroma venía de todas partes, no era posible distinguir el rastro porque el olor impregnaba todo el ambiente, se sintió confuso. Los tres perros aún sin levantarse esbozaron una sonrisa. Después uno de ellos se levantó, se trataba de una hembra de mediana edad y otro tanto de talla. “En este lugar sobra la comida, no debes preocuparte. Cuando sientas hambre camina en cualquier dirección y alguien te regalará alguna suculencia”. Aquellas palabras hicieron desconfiar al trotamundos, la comida nunca se regala, pensó. Sin embrago el olor de la hembra le hizo confiar en lo que decía.

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de Rebotica de Rebotica

LIEGOS LIEGOS 37

RELATOS

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Javier Arnaiz

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