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« Previous Page Table of Contents Next Page »caba más y más al centro de la ciudad, los rui-dos del carro eran ahogados por el murmu-llo ciudadano. Los automóviles rugían pasando al lado del chico, dándole apenas el tiempo necesario para apartarse a lo largo de la cu-neta, La población se achicharraba en derredor de él, ya que los modernos edificios atrapa-ban literalmente el calor. De nuevo, el sudor se escurrió por el cuello del muchacho, y el suelo de cemento se hizo duro bajo sus pies. El sudor le caía al joven por los brazos y mojaba sus dedos, quemando su piel aceitunada y enrojecida por las espinas de los cactus.
Sin embargo, y por fin, Francisco llegó a la calle Zapata, frente a un moderno edificio. Parecía una montaña de ventanas de cristal resplandeciendo al sol. Francisco amainó la vara de su carro hasta la superficie de la calle y empezó a gritar: “tuna, tuna, fría y refrescante tuna. Solo un peso por esta fría y refrescante tuna”.
Las calles bullían de gente, toda apresurada y llena de calor. Los oficinistas corrían para volver a su tra-bajo después del almuerzo. Los hombres marchaban con sus camisas de manga corta abiertas por el cue-llo, y las mujeres andaban lentamente embutidas en sus vestidos sin mangas, quemadas por la calima. Francisco se esforzó en mirar arriba y debajo de la calle para ver si había otros chicos vendiendo fru-tos de cactus, pero la calle estaba demasiado llena de coches y la acera de personas para poder obser-varlo con claridad.
Esperando a su primer cliente, Francisco bajó los ojos hacia sus pies heridos y hacia el agua que se arremolinaba en el sumidero. Saltó desde la acera el agua, y la dejó girar entre los dedos, lavando la ro-jez de su piel. “Afortunadamente”, se dijo, “he lle-gado justo después de los barrenderos”. “¿Por qué la gente no comprará más frutos de cactus?”, se pre-guntó, cogiendo un pequeño trozo de hielo del ca-charro. “Pero no importa”, añadió, “los turistas com-prarán todos mis cactus cuando salgan a la venta, esta tarde”. Francisco mordió el trozo de hielo con sus dientes. Deslizó el pedazo de hielo, de atrás a delante, a través de la lengua, se miró los pies heri-dos, pero también aliviados por el agua que escu-rría, y se acordó de su viaje, temprano por la maña-na, al desierto.
Un hombre y una mujer se acercaron al carro de Fran-cisco y le pidieron fruto de cactus, pero Francisco no contestó. Situados a tan solo cuatro metros del mu-chacho de negro cabello, le gritaban, pero Francisco estaba perdido en sus sueños, rememorando el paseo por el desierto. Pensaba: “la de cosas que compraré después de haber ahorrado todo el dinero de las tu-nas”, y hacía rodar el hielo de un lado a otro de la boca. “Seré rico, y compraré regalos para todo el
mundo. Será como unas navidades en pleno verano. A papá le compraré un par de botas, para trabajar en el campo, y me sonreirá cuando se las dé. A mamá, oh, a mamá le compraré un bonito vestido cubierto de flores. Apuesto a que llora cuando lo reciba. Y pa-ra mí me compraré un balón de fútbol, un balón ofi-cial con marca de liga, que enseñaré a los amigos, y con el que jugaremos todo el tiempo. Entonces, mis amigos lamentarán haber ido a nadar hoy, porque, cuando juguemos, lo estaremos haciendo con mi ba-lón. Pero lo primero que voy a hacer con él es darle una patada, sí, darle una patada tan grande que lo en-víe a través de medio Méjico”.
Y, pensando en la enorme patada, el pie de Francis-co se balanceó hacia delante y se estrelló contra el carro. El dolor de sus pies desnudos sobre la made-ra le devolvió a la realidad. Sin embargo, antes de que se diera cuenta de lo que ocurría, el carro se volcó sobre su banda, y la dulce pulpa fresca se arruinó, cubierta de suciedad. Las tunas de la caja de naranjas habían rodado hacia la calle ajetreada para ser aplastadas por las ruedas de los autos. El muchacho miró las manchas rojas que cubrían el pa-vimento, y después observó los dolorosos dedos que tenía metidos en el arroyo. El agua, en torno de sus pies, estaba roja de jugo de fruta. Las lágrimas hu-medecieron sus ojos, pero Francisco no pudo llorar. Solo fue capaz de poner de nuevo su carro derecho, recoger el cacharro de hielo, e iniciar el camino de vuelta a casa, pero ahora su paso era lento. Arras-traba los pies. Se limitó a contemplar el calor y la larga carretera de asfalto que conducía desde Maza-tlán al desierto.
“La próxima vez… la próxima vez”, se murmuró a sí mismo, con una voz quebrada, “conseguiré ese balón de fútbol, el vestido y las botas. La próxima vez. Y entonces no daré la patada al balón hasta que de verdad lo haya obtenido.” Cerró los ojos duran-te un segundo. Cuando los abrió, sus mejillas esta-ban llenas de lágrimas.■
P
de Rebotica de Rebotica
LIEGOS LIEGOS 17
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