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« Previous Page Table of Contents Next Page »dose de puñadas, según se alejaban de él. A lo lejos, apercibió la ajetreada ciudad turística de Mazatlán.
Francisco miró al sol, y después tiró duro de la vara de su carro. Quería preparar sus tunas y estar en el centro de Mazatlán hacia la hora de comer, para ven-der la fruta a los obreros durante el almuerzo.
Francisco se paró a la entrada de su casa para abrir la verja que rodeaba el patio.
“¡Mamá, ven a ver! ¡Mamá, ven a ver todas las lin-das tunas que he recogido hoy!”, gritó Francisco mien-tras introducía su carro a través de la puerta hacia la sombra del plátano. Cuando vio a Francisco dejó la vara del carro, sin importarle las pocas tunas que se cayeron al suelo. La sonriente madre abrazó a su hi-jo, y sintió el sudor de su ropa. Retirando el cabello negro y arenoso del muchachito de su frente, sonrió. “Has trabajado duro esta mañana, hijo mío, y estás muy mojado. No es bueno para un rapaz como tú pa-sar toda la mañana sin comer, y después, ponerse a sudar de esa manera, Ven a la cocina, y come algo, antes de llevar tus cactus al centro”. Francisco siguió a su madre a la cocina, removiendo su lengua seca al pensar en el pan de huevo y en leche fría que sabía le estarían esperando en la mesa de la cocina.
Después de tragarse su almuerzo, Francisco se apresu-ró a salir de la casa para acabar de limpiar su fruta. En la mano izquierda, Francisco llevaba su viejo guante de goma, y con la derecha sostenía el cuchillo.
Se sentó sobre la vara de su viejo y traqueteado ca-rro, apoyándose en la rugosa corteza del tronco del plátano. La caja descansaba entre las piernas de Fran-cisco, llena de tunas. A su lado, Francisco tenía un ca-charro lleno de trozos de hielo transparentes como el cristal. Había colocado una toalla limpia de su madre sobre el hielo para impedir que se derritiera en medio del calor mejicano. Una fresca brisa rizaba las hojas sobre su cabeza, secándole la camiseta. Sentado a la sombra del árbol, Francisco miró el límite de dicha sombra y pensó en la orilla del mar y en sus amigos chapoteando en el agua.
Pero el sonido de la sirena del me d i o d í a e n una fábrica cer-cana a su casa, asustó al enso-ñador mucha-cho. Ya era la hora de comer y Francisco tenía que apresurarse para acabar de limpiar sus tu-n a s . Ag a r r ó
una, regordeta, roja y naranja, con su mano enguanta-da y la cortó en cuatro trozos. Después, dejó las pie-zas sobre el trapo que cubría el cacharro de hielo, ti-ró el guante al suelo, tomó cuidadosamente uno de los trozos de tuna y empezó a quitarle la piel. Sostenien-do tan solo los extremos de la piel de tuna entre sus dedos, Francisco la arrancó de la fruta dejando que la dulce pulpa se deslizara dentro del cacharro cubierto por el paño. Francisco peló, a continuación, los otros tres trozos de tuna que quedaban, procurando, cada vez, que la pulpa cayese en el cacharro de hielo, de-jando una salpicadura de jugo dulce de tuna sobre el blanco trapo. Repitió este proceso muchas veces, siempre con cuidado de las casi invisibles espinas que cubrían la piel de las tunas, como las patillas de un hombre cubren sus mejillas. Pero, a pesar de su aten-ción, los dedos de Francisco estaban llenos de irritan-tes espinas, como astillas, cuando hubo llenado el ca-charro de hielo con los frutos pelados.
Francisco se puso de pie y examinó su lastimada ma-no derecha. Trató de arrancarse las espinas con las uñas. Cada vez que frotaba su uña contra una de las espinas, un dolor frío le mordía la piel. Pero, como sabía que el mejor método para quitar las espinas era dejarlas desprenderse naturalmente, pronto abandonó las manos a ambos lados de su cuerpo y se inclinó a recoger el cacharro de hielo lleno de jugo. La boca de Francisco se humedeció mientras miraba la dulce pul-pa de tuna, pero el pensamiento de vender cada pieza de fruta le impidió comérsela.
Una vez que el cacharro de hielo y la caja de naranjas, ahora solo llena hasta la mitad, estuvieron firmemente aseguradas al carro, Francisco lo levantó y tiró de él hacia la puerta, Sin embargo, el chico se paró cuando salió de debajo de la sombra del árbol y sintió el sol quemándole el cuello. Se acordó de que su madre le ha-bía dicho que podía usar su vieja sombrilla para prote-ger la fruta. Francisco devolvió el carro a la sombra, corrió hacia la casa y volvió con la antigua sombrilla de su madre y alguna cuerda. Abrió la sombrilla y la ató con fuerza al carro, encogiéndose un poco de dolor cuando el mango de madera frotó contra su mano las-timada, y se encaminó trabajosamente hacia el centro
de Mazatlán.
Cada vez que las irregulares rue-das de carro gi-raban, Francisco oía cómo el ca-charro de hielo golpeaba la caja de naranjas, y la sombrilla rechi-naba contra las bandas del ca-rro. Pero, a me-dida que se acer-
P
de Rebotica de Rebotica
LIEGOS LIEGOS 16
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