Page 15 - Pliegos_109

This is a SEO version of Pliegos_109. Click here to view full version

« Previous Page Table of Contents Next Page »

Francisco marchó hacia el cactus mayor, que se alza-ba majestuosamente solo. Dejó su caja de naranjas al pie de las grandes plantas, y extendió el brazo para to-car la parda punta de una de las largas espinas. Era suave y dura, y Francisco comprendió que necesitaría algo para proteger sus manos. Inclinándose, el mucha-cho del cabello negro rebuscó en la caja y sacó uno de los guantes de goma de su padre, que se deslizó fá-cilmente sobre sus pequeños dedos. Con la otra ma-no, sostuvo su largo cuchillo, el que utilizaba para cor-tar las espinas de las tunas. Cuando la luz del sol le saltó desde la hoja del cuchillo, Francisco miró un mo-mento hacia el astro rey. El chico se apresuró para re-coger sus tunas tan rápidamente como le fue posible. Se estiró para agarrar uno de los blandos frutos, pero el cactus resultó demasiado alto.

Tras enjugar el sudor que le cubría la frente, Francis-co colocó la caja de naranjas debajo del cactus, y se subió a ella. La caja se tambaleó al principio, mien-tras se hundía en la arena, y luego se quedó quieta y firme. Uno tras otro, Francisco fue contando todos los frutos de tuna. Una vez que las espinas fueron apar-tadas, se bajó de la caja, quitó las flores del extremo de las tunas y dejó la fruta limpia suavemente sobre la arena. La pila creció, y la camiseta a rayas de Fran-cisco se humedeció de sudor. Como ya había cesado la brisa matutina, la camiseta de Francisco no se en-friaba, sino que cada vez se hacía más pegajosa y are-nisca, a cada movimiento no protegido por la sombra que realizaba. El sol quemaba sus brazos y su cuello. Sin embargo, el chico no se daba cuenta de la fuerza del calor, fijándose tan solo en que su pila de tunas se convertía en más grande, cada vez más, grande, más de lo que había sido nunca antes.

Tras varias horas de recogida de las tunas, los cactus quedaron desnudos. Francisco colocó todas las frutas en su caja de naranjas y comenzó a caminar de vuel-ta hacia la carretera asfaltada, con la pesada caja en-tre los brazos.

Francisco aguantó el peso de la caja de naranjas, lle-na, aunque las astillas le agujereaban las manos., Por culpa del excesivo peso y del lento andar, los pies de Francisco se hundían profundamente en la arena a ca-da paso. La arena caliente le llenaba el espacio en-tre los dedos, una y otra vez, mientras marchaba en dirección a la carretera de asfalto. Finalmente, sal-tó del desierto al alquitrán, y cargó su caja en el carro.

Entonces, Francisco ató la ca-ja al carro. Sus dedos arañados por las espinas de los cactus, tra-bajaron dolorosamente con las cuer-das. Finalmente, las cuatro cuerdas fueron anudadas, y el carro estuvo listo.

Francisco se levantó. Con la vara del carro en su ma-no izquierda, empezó a regresar hacia Mazatlán. El sol de la última parte de la mañana quemaba el cuello del chico y sus pantorrillas. No había viento, y su camise-ta azul a rayas, colgaba pesadamente, llena de sudor, de sus hombros. Francisco extendió su mano libre pa-ra fijar el pañuelo en derredor de su cabeza. Su seca lengua se le pegó al paladar durante unos segundos cuando trató de humedecerse los labios. Pero Francis-co apresuró su paso sobre la carretera asfáltica porque sabía que el chico que volviera primero a Mazatlán con tunas tendría la mejor posibilidad de vender toda la fru-ta. Solamente en una ocasión se detuvo Francisco du-rante los cinco quilómetros de marcha hacia casa. Se paró para asegurarse de que la caja con su montón de frutos rojo-anaranjados estaba segura.

Al aproximarse a los aledaños de Mazatlán, Francis-co vio su casa en la distancia, una casita con huerto y verja rodeando el patio. Intentó olvidarse del sol y pensar en los fríos pedazos de hielo que su madre le tendría preparados para cuando regresase del desier-to. Madre siempre le decía que tenía que enfriar la tu-na con hielo antes de venderla, porque los turistas pa-gan mucho más por la tuna si está helada.

Francisco ya podía sentir un pedazo de hielo derritién-dose en su boca, y deslizando el agua bajo su lengua y contra sus mejillas. Pensó en la playa y en el refres-cante mar sobre sus piernas recalentadas. Pero el so-nido de una voz le devolvió a la negra carretera.

“¡Francisco! ¡Aquí, Francisco!”, le llamaba la voz. Francisco se volvió en dirección al sonido y vio allí a tres de sus amigos caminando hacia él desde su casa.

“Buenos días”, contestó Francisco, crujiéndole los la-bios mientras hablaba.

“¿Qué estás haciendo?”, preguntó uno de los mucha-chos, mirando el carro y las tunas. “Nos vamos al río. Ven con nosotros”.

“Hoy hace demasiado calor para vender tuna. ¿Por qué no esperas hasta mañana?”

“No. Tengo que vender estas tunas hoy”, replicó Francisco señalando la caja de naranjas. “De cual-quier manera, hace hoy tanto calor que todos en la

ciudad estarán sedientos y comprarán mis tunas en un santiamén”.

“De acuerdo, Francisco. Si te gusta sufrir, adelante. Nosotros lo pasaremos nadando”, le gritó el ami-go, y los tres chicos se desviaron hacia el río, dejando a Francisco solo con su carro. Fran-cisco observó las tres figuras, riendo y dán-

P

de Rebotica de Rebotica

LIEGOS LIEGOS 15

Page 15 - Pliegos_109

This is a SEO version of Pliegos_109. Click here to view full version

« Previous Page Table of Contents Next Page »