This is a SEO version of Pliegos_109. Click here to view full version
« Previous Page Table of Contents Next Page »F
rancisco caminó hacia el sur, a lo largo de la carrete-ra asfaltada que salía de Mazatlán y que penetraba en el desierto. El sol temprano de la mañana comenzaba ya a calentar su piel obscura aceitunada. La silente bri-sa del desierto levantaba la fina y suave arena por el aire e hinchaba la camiseta a rayas azul del mucha-cho, haciéndole cosquillas en el estómago, según le rozaba la piel.
Con su mano izquierda, Francisco tiraba del carro que su padre había hecho de madera y dos viejas ruedas de vehículo. Sobre las tablas del carro, Francisco ha-bía atado una antigua caja de naranjas. La noche an-terior había rellenado los agujeros de la caja con pa-pel de periódico. Hoy, Francisco iba a recoger tunas, que es una fruta ovalada que crece en los cactus de los desiertos de Méjico. Pensaba regresar con los fru-tos a Mazatlán, donde la dulce pulpa de las tunas se vende rápidamente en las calurosas calles atestadas de la ciudad. Francisco se dirigía a un lugar especial don-de sabía que encontraría muchas plantas verdes de cactus, cada una de ellas moteada de frutos ma-
duros.
El silencio de la mañana en el desier-to se veía roto tan solo por los cru-jidos de la caja de naranjas contra las cuerdas del carro, cuando éste saltaba sobre sus ruedas des-hinchadas, y por el chasquido de las sandalias de Francisco contra sus talones. Sin embargo, Francisco no se daba cuenta ni del silencio del desierto, ni de los ruidos del carro, pues sus
oídos escuchaban otros sonidos, y sus ojos, que miraban hacia delante, no veían la arena del desierto. Su mente es-taba en otras cosas. Los ojos soñadores de Francisco veían a sus amigos gritando, y corriendo hacia atrás y hacia delante, a través de un verde campo de fútbol. Francisco se veía a sí mismo allí, también, persiguien-do a un balón marrón por la hierba, y sentía la dura su-perficie de goma del balón contra su pie.
“Corre”, se dijo. “Un poco más deprisa y estarás en campo abierto, listo para tirar a gol”. Allí se acabó su sueño. Extraviado en su partido de fútbol, Francisco
no se había dado cuenta de que el sol había ascendi-do mucho por el cielo. El chico corrió aún más veloz-mente a lo largo de la negra carretera, tirando de su carro tras él. El sudor perlaba la frente del muchacho, cuando se detuvo, anhelante, para recuperar el alien-to. ¡No es bueno correr en el desierto”, murmuró que-damente, buscando en sus bolsillos un pañuelo. “Se cansa uno demasiado aprisa, y se suda mucho”. No-tando que el sol comenzaba a cocer su pelo negro, se ató el blanco pañuelo al derredor de la cabeza.
Después de unos minutos de descanso, Francisco pro-siguió su marcha hacia el desierto. Ahora caminaba lentamente. Cada paso que daba calentaba más sus sandalias. El calor del desierto parecía alzarse de la carretera, a través de sus pies, y subirle por las pier-nas, irritándole la piel. “A las sandalias viejas de cue-ro siempre les pasa eso”, pensó el chico, mirando có-mo las ligaduras de las sandalias se deslizaban, de atrás a delante, a través del empeine de sus pies. “Ma-ñana me compraré otras nuevas”.
Mirando hacia arriba, desde la carretera, el muchacho bizqueó al ver la relumbrante arena. Tanto se había perdido en sueños de fútbol y de sandalias, que se ha-bía olvidado de desviarse por una vieja carretera de cantos, que conducía a sus tesoros de cactus. “¿Dón-de está la carretera de piedras?”, se preguntó, cubrién-dose la frente con la mano para proteger sus ojos del sol. “¡Me la he pasado!”. Sin embargo, y cuando se dio la vuelta, pudo apreciar siete cactus a unos dos-cientos metros de él. Grandes, brillantes, de color ro-jo-anaranjado, las rollizas tunas aparecían situadas so-bre las ramas de cada cactus.
Animado por su buena suerte, Francisco dejó caer la vara de su carro al suelo, sin hacer caso del golpe, y se apresuró a desatar la caja de naranjas del carro. No podía conducir el carro de la carretera a los cactus por-que las ruedas se hundirían en la arena. Con la caja en sus manos, se dirigió hacia los altos cactus, ente-rrando sus pies en la arena a cada paso. En menos de un minuto, el chico se encontró ante los enormes cac-tus, que medían tres veces lo que él. Largas espinas blancas crecían de los brazos verdes de las plantas, listas para pinchar la carne de Francisco. Los brazos se extendían en curvas que salían del tronco principal, y sobre los brazos se encontraban las tunas. Cada fru-to se hallaba bajo una flor aterciopelada de cactus. Cuando Francisco se acercó a las plantas, solo pudo oler el suave perfume de las flores, mezclado con el seco olor del desierto.
P
de Rebotica de Rebotica
LIEGOS LIEGOS 14
Albert M. Rebhun
Traducción: Jesús Riosalido
Francisco
y las tunas
This is a SEO version of Pliegos_109. Click here to view full version
« Previous Page Table of Contents Next Page »