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harapos y los demás se divertían viéndolos y comentando. Siendo esto el origen del dicho: “ ir de trapillo ”.

A menudo acudían a Madrid compañías de circo, casi siempre italianas, que dejaban atónitos a los presentes. Les llamaba volatineros y en aquella época se decía que era gente ¡prodigiosa! con aquellos saltos mortales. Claro que a veces fallaban y se estampaban contra el suelo haciéndose pedazos, porque no siempre los colchones o redes que ponían eran eficaces. También llevaban cabras saltarinas y monas disfrazadas que hacían las delicias de chicos y no tan chicos.

Otra de las mayores atracciones de la Coronada Villa, residía en su típico condumio. Platos contundentes como el clásico “ cocidito madrileño ”, (al que resulta imprescindible nuestra agua de Lozoya) y que tal vez es el único plato que nos queda de la edad de piedra. Se le achaca ser el que ha formado el carácter definitivamente madrileño de su tremenda clase media. Hay quien dice que ese espíritu bélico que poseemos y que hoy día casi ha desaparecido, es el resultado de ingerir garbanzos y más garbanzos, (que el pueblo llamaba gabrieles) durante miles de

generaciones y que al final despierta el deseo de arrojar balas y más balas….

A principios del siglo XVII se estableció en la Corte un cocinero francés que sería famoso hasta en nuestra época: Juan Botín, que fundó su celebre hostelería en la plazuela de Herradores y que asaba como nadie en su horno de abolengo ¡todo lo asable!: tostones, lechazos, cochinillos, ternascos, lechales… y toda la variedad de nombres que unos y otros tienen. No menos famosos son los callos y los caracoles a la madrileña. De estos últimos decían los castizos que servían para saber si una mujer era limpia.

La sociedad española del siglo XVII vivía obsesionada por la comida. Con Felipe IV y su cocinero de postín Martínez Montillo, Madrid vive el Siglo de Oro de la cocina real y de la aristocracia. Y un ejemplo: en 1632 se celebró en la plaza Mayor un auto de fe que duró todo el día y que a pesar de las siete condenas a muerte, los monarcas demostraron su buen saque, porque según el expediente de la plaza, se tragaron veinte panes de boca y veintiocho

comunes, veinte tortillas, un pellejo de vino de cuarenta y seis azumbres y etc.… etc.… etc.…

Los refrescos más corrientes en los Madriles de los Austrias fueron el agua de canela, de azahar, limón, naranjas…, todos ellos con la nieve que se traía del Guadarrama. Pero más que nada eran aficionados a las bebidas mixtas como el hipocrás que empezó a fabricarse a principios del siglo XVII y consistía: “ En vino de buena calidad, azúcar de pilón, añadiéndole canela, ámbar y almizcle, clavo, pimiento molido, pimienta y piedra alumbre ”. ¡Ánimo! ¿Quién se atreve a probarlo? Entre el pueblo tenían gran aceptación la carraspada y la garnacha , las dos a base de vino y otras sustancias.

Muchos de los extranjeros que venían a Madrid opinaban que sus edificios, calles, plazas, fuentes no eran, precisamente de lo mejor de Europa, pero que “ en apenas una legua había cerca de 140 mil seres humanos que formaban la más extraordinaria masa viviente que pueda hallarse en todo el mundo ”.

Un dicho del siglo XVII decía: “ Solo Madrid es corte ”. Porque solo en Madrid, capital de la todavía poderosa monarquía hispana, podía hallarse una oferta de diversiones capaz de atraer lo mismo a nacionales que a extranjeros, de cualquier clase social, desde el mismísimo rey hasta el más desgraciado de los mendigos.

Y es que en Madrid hay, ha habido y habrá, diversiones para todos los gustos y todas las edades. ¡Ah! y no hace falta haber nacido aquí; madrileño es también aquel que aquí vive y aquí

encuentra la mejor acogida del mundo y montones de amigos. Y eso desde siempre y por siempre. No como en otras ciudades que, si no hablas como ellos, te niegan “ el pan y la sal ”.■

P

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