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de Rebotica de Rebotica

LIEGOS LIEGOS 14

Mariano Turiel de Castro

nuestrospoetas

Amar rado al duro lecho que para mi es esta cama, l l evo, Doña Concha, l l evo, toda entera, la semana. Mis males son las anginas, feas, g randes, inf lamadas, por los Señores Doctore s de “infecciosas” t i tuladas. Ahora voy a contar le

Doña Concha, en dos palabras, cual pudo ser el origen de esta mi desventuranza. El lunes, ¡ay de aquel lunes! de la semana pasada, ocurrióseme ir a Bouzas en visita a las Oblatas. Nunca hiciera tal visita, tal viaje no empezara; pues pudieron ser las monjas las que el “mal ojo” me echaran. Si esto, un día, Doña Concha, a comprobar se l legara, me daría a mi derecho a repet i r, con re t ranca, la frase que tantas veces, tal vez, me escuchara: “con gente que no va a Misa no quiero nada de nada”. Mas dejemos a las monjas, que aquel las pobres hermanas son, quizás, más inocentes que un bebé de dos semanas. Terminada la visi ta a las hermanas Oblatas, bajé despacio hasta Bouzas por un camino de cabras. Ya en Bouzas, me dí un paseo por las sus cal les galanas.

¡Qué tiempo hermoso el que hacía! ¡qué tarde tan soleada! Tanto, que pronto pensé en volver a Vigo “a patas”, car re t e ra or i l lamar, y de una sola tirada. Antes, para tener fuerzas para hacer la caminata, me compré un buen bocadi l lo en una tienda embrujada. Un chico, (cara de anginas), fue quien me lo prepara ra: dulce de membr i l lo y queso en una bol la gramada.

¿El queso era de ocho años?, ¿el dulce ya fermentara?, ¿o, tal vez, fuera la bol la la que estaba envenenada?. Lo cierto es que el bocadi l lo que comí con tantas ganas, pudo muy bien ser la causa de que yo me encuentre en cama. Más de nuevo rect i f ico, vuelvo atrás en mis palabras por temor a equivocarme. ¡No vayan a ser erradas! El chico es tal vez un Hércules y la tienda la más santa; el queso y dulce, estupendos, y la bol la.¡de empanada! En fin, andando, hasta Vi go, (¡que preciosa caminata!) l legué, cuando ya la noche sobre la ciudad estaba. Mi cabeza, aquel la tard e, normal ya no funcionaba; y al día siguiente, mar tes, de dolores me mataba.

Más ¿qué he dicho? ¡He dicho martes! ¡Martes!, ¡qué horro r, cielo santo! la cosa estaba clavada. Pa ra coger una buena no hay otro día que valga. Los ojos que me revientan, la cabeza que me estal la, y el cuerpo entero, mol ido, como si en una batal la no hubiera dado ni una, pe ro todas las l levara. La f iebre que me devora. La razón casi me falta ... Doña Concha, mi palabra: ¡Yo creí que la diñaba! ¡Que en el mundo de los vivos ya nunca más me contaba! Ent re tanto, pasa el martes, y el miércoles amenaza ser como el día anter ior. Mas no. Verá usted qué pasa. Que el miércoles fue peor, y muy peor, ¡que caramba!; pues dos enormes anginas me crecen en la garganta. Crecen digo, y digo bien; que si el miércoles, castañas, el jueves dos huevos son, y el viernes dos calabazas.

A todo esto, past i l las, suposi tor ios, t isanas, toques, ampol las, jarabes sin cesar yo devoraba. Ni el bismuto, met i leno, sul famida y cosas ra ras que me dieron, consiguieron que mi estado mejora ra. Ante un proceso tan grave ant ibiót icos mandan: I ve rsal, Penici l ina, Est reptomicina ...¡Y nada!. Ensayan Te r ramicina, pe ro con tan mala pata, que a la mis pobres anginas no consiguen atajarlas

¡Qué espanto, qué horro r, qué duelo! ¡los males en mi se ensañan! hasta que, al fín, l lega el sábado y empieza la mejoranza. El domingo algo mejoro. Sentado me encuentro en cama, y así le escribo estas l íneas, en esta postura ra ra. Durante todos los días que la enfermedad me mata, yo mando cientos de avisos que, por ahí , se propagan: ¡Mariano que se muere!, ¡Mariano que se agrava!, Y respondiendo a estos gr i tos, por mi salud se demanda. Todo el mundo se interesa. Todos fritos por mi causa. Todos... menos Doña Concha. ¡Oh Doña Concha, que ingrata! Suena el teléfono, y digo: Doña Concha, al fín, que l lama; pe ro con gran desconsuelo me anuncian que era la chacha. Llaman a la puerta, y pienso: Doña Concha es la que l lama. Pe ro también esta vez salen mal mis esperanzas. Es el barbero, que viene a trasqui larme la lana, po rque me da mi l calore s, y a rasurarme las barbas. Y yo prosigo mur iendo; y yo prosigo en la cama sin poder comer apenas; pues las anginas no bajan. Y todos, unos preguntan, o t ros visitan mi casa. Todos, menos Doña Concha. ¡Oh Doña Concha, qué ingrata!

Romance de

“Amigdalitis”

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