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de Rebotica de Rebotica
LIEGOS LIEGOS 19
del diccionario españolinglés de Percivall, la crítica o la censura no solo estaban au-sentes, sino que se incluía un elogio de España ponderando su autosuficiencia: sola entre
todas las provincias del mundo, podría pasar sin comu-nicación con otra, por producir dentro de sí todas las cosas necesarias a la vida humana . Pero España daba nombre a un lugar más que a una comunidad, a un pe-queño mundo, y así se refiere a ella Cervantes, como un lugar que añoran los cautivos de Berbería, “la dulce España”. Mas ésta, vista de cerca, se difuminaba en una multiplicidad de realidades inclasificables y era algo di-fícil de definir, dividida por fronteras y aduanas interio-res; regida por leyes, fueros y constituciones particula-res; incomunicadas entre sí muchas regiones y provincias por las distancias u obstáculos naturales. Sin un mercado nacional propiamente dicho, ni una mone-da única, ni siquiera una nacionalidad o naturaleza co-mún para todos sus habitantes.
Son, asimismo, los años en que la corte de Castilla, convertidos sus reyes en señores de todos los antiguos reinos españoles, fija una capital y en ella se acumula toda la opulencia ficticia y fastuosa de que la Corte era capaz. Y los campesinos, escapados de sus campos, de sus ilustres y empobrecidas ciudades medievales, rotas y abandonadas, inventan la aventura de Sevilla o de Ma-drid, las dos grandes urbes de la época. Se crea, por fin, una capital, una corte estable (el Duque de Lerma se en-cargaría de desestabilizarla llevándosela a Valladolid) con una necesidad de lujo y boato que comporta sen-sualidad y despilfarro. (Valga como ejemplo de esto el millón de escudos que costaron las obras de reforma de la Plaza Mayor de Madrid mandadas realizar por Feli-pe III e inaugurada en 1619 y que, por supuesto, no pa-gó ni él ni los Grandes ni los cortesanos, pues dicha can-tidad se obtuvo del impuesto llamado de la sisa del vino…). Sirva de referencia, al efecto, que un boticario examinador de los tribunales constituidos para admitir a los nuevos boticarios, cobraba dos reales por el exa-men teórico y otros dos por el práctico y que un escu-do de oro –principal unidad monetaria de todo el terri-torio español– equivalía a cuarenta reales de vellón. Y mientras, la vecina Francia, eterna rival de la casa de Habsburgo, desarrolla su agricultura, sus instituciones de gobierno, sus proyectos colectivos de mejora material y espiritual…
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Había trabajado mucho esa mañana: preparó cin-cuenta píldoras perpetuas a base de antimonio, que tan-
to se usaban como catártico; un jarabe de ipecacuana para un anciano aquejado de fuer-tes vómitos y unos emplastos mercuriales que debían reco-ger para los enfermos de sífi-lis ingresados en el Hospital situado extramuros de su localidad.
Sí, estaba cansado; desde que los dos moriscos que ejercían el oficio fueron expulsados, su trabajo boti-cario aumentó considerablemente y la crisis subsi-guiente a la bancarrota no le permitía emplear más que a un simple ayudante. Se sentó en un confortable si-llón orejudo y tomó su libro favorito, El Quijote y co-menzó a leer: “La del alba sería…”; pero no pudo con-tinuar y, al suave calor de la estancia, quedó tan profundamente dormido que comenzó a soñar. Soñó que don Miguel de Cervantes, tomándolo de la mano, lo llevaba a un Parnaso donde conoció a Lope de Ve-ga que le obsequió con un soneto: “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras? […]” y a todos los grandes li-teratos de la época. Y contempló las “inmaculadas” de Murillo, los bodegones de Zurbarán, las atmósferas de Velázquez. Y se extasió y casi lloró ante los cristos de Gregorio Fernández. Y vibró con la majestuosa músi-ca de Tomás Luis de Victoria…
Él, por su parte, le mostró las Concordias de Barce-lona y de Zaragoza, el Dioscóride s del doctor Laguna y una espléndida balanza de dos brazos de bronce que le había vendido a un precio irrisorio su vecino el boti-cario morisco.
–¿Es que no hay nadie?, pre-guntó una voz destemplada. Era un empleado subalterno municipal que venía a recoger los mercuriales para el hospi-tal.
Prudentemente, le hizo firmar un recibo antes de dárselos. –Me ha dicho uno de los al-caldes menores que pase vue-sa merced la receta al Ayunta-miento…
–Pero si ya me deben las de ha-ce seis meses…
Y, definitivamente y tristemen-te, se despertó. Venía del Siglo de Oro…
Mientras, Felipe III danza-ba; Felipe IV perseguía come-diantas y Carlos II era un en-fermo hechizado…■
Las Meninas,
Diego Velázquez, 1656.
La portada de la prime-ra edición del Quijote
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