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levo unos días recordando a un paciente. Durante algún tiempo, recogía su tratamiento en la farmacia para un tumor mieloide. Se trataba de aquella “caja verde de pastillas blancas, grandes y redondas”, que eran los datos que él consideraba más esclarecedo-res, aunque, para los más familiarizados con el mundo de la farmacología, aquella información pudiera referirse a otra medicación cualquiera.

Para él no eran éstas unas pastillas cualesquiera sino “las de la sangre”, de la que estaba gravemente enfermo. Des-preocupado por completo del resto de su medicación, escu-chaba atentamente lo que yo tenía que contarle acerca de su tratamiento, asentía cuando le adhería la pegatina de la maña-na y la noche con el número de comprimidos correspon-diente y arqueaba las cejas cuando le explicaba las posi-bles consecuencias del olvi-do de muchas de ellas. Se había aprendido el concep-to de adherencia, la cual yo premié en determinada oca-sión con un sofisticado pas-tillero, cuando acudía pun-tual a mis citas: “me viene muy bien”, replicaba com-placido, como si le hubiera regalado una joya.

No ignoraba, no obstante, que era casi imposible que hubiera hueco en aquel arte-

facto, por sofisticado y generoso que resultara, para todos los medicamentos de aquella infinita lista de nombres imposibles de leer, que llevaba siempre consigo. Era un papel doblado y redoblado en mil porciones, casi tan arrugado como su ago-tado semblante, pero dentro de mí sabía que aquellas pasti-llas blancas, sus favoritas, tenían un hueco asegurado. Y así, como un niño con un coche de juguete nuevo, traía cada mes su pastillero, abría y cerraba sus pequeñas compuertas, mos-trando conscientemente su hábil manejo e intercambiábamos pareceres sobre el curso de su enfermedad y su evolución, en cuanto a los efectos esperados de su tratamiento.

A veces sacaba de su chistera un nuevo efecto adverso, impo-sible de atribuir con seguridad a ése y no a cualquiera de los casi doce medicamentos que teóricamente consumía, pero del que yo tomaba nota con ávida atención, evitando mostrar una desidia que pudiera romper los lazos farmacéutico-paciente que yo tanto valoraba, quizá de una manera especial con él. Otras veces, charlábamos animadamente sobre anécdotas cotidianas de nuestras vidas: que si éste es mi nieto, que si

íbamos a salir de vacaciones, que si, después de tres meses de suave invierno, por fin había llegado ya el frío… Pero sobre todo procuraba que tanto aquel medicamento recetado como el resto, a los que parecía prestar tan poca atención, cumplie-ran su misión, evitando en la medida de lo posible que le oca-sionaran algún daño, principal principio del juramento hipo-crático, y en ello concentraba mis esfuerzos. Y así, barajando posibles PRM (problemas relacionados con los medicamen-tos), ambos perfeccionábamos, cada uno a su nivel, los cono-cimientos acerca del medicamento, de sus beneficios y de sus perjuicios y así íbamos haciendo vida.

Era un hombre entrañable, de aquellos con los que respiras aliviada los días en que parece que todos los pacientes nece-

sitan protestar. Por eso no pude evitar chasquear los dientes cuando hace unos días me dieron la noticia de su fallecimiento. No pude evitar echarle de menos el día en que supe que no asis-tiría más a sus citas, aunque la ley de vida y el hecho de trabajar en un hospital acos-tumbren irremediablemen-te a ello, porque son la clase de pacientes en quienes te reconforta pensar cuando te preguntas si hiciste bien en elegir tu profesión. Dos días después bajó de la planta una caja gran-de repleta de medicación. Pertenecía a un paciente que ya no la utilizaría más, me informaron someramente. Me aso-mé a echar un vistazo. Había varias cajas que fui sacando una por una para así clasificar su contenido. En una de ellas identifiqué el nombre de mi paciente y resoplé decepciona-da. Removí con la mano, esperando encontrar las que tan-tas veces yo le había dispensado pero no aparecían. Al fin, saqué del fondo un embalaje verde, en cuya superficie iden-tifiqué una de las pegatinas con las que trataba de evitar olvidos y aclarar ideas a mis pacientes. En su interior, sólo restaban cuatro pastillas blancas que probablemente no tuvo ocasión de poderse tomar. Por un instante al menos, se esfu-mó la sensación de fracaso por aquella parte de la misión cumplida: la información sobre un tratamiento claramente aumenta su confianza y, con ello, la adherencia al mismo, pero no había duda de que quedaba aún mucho por hacer.

Cristina C. Montes

Guardianes de la adherencia

CARA Y CRUZ

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