Revista Pliegos de Rebotica - Nº 144 - Enero/Marzo

desconcierto. No mentía, de eso estaba segura. Azorada, lo atribuí a un despiste mío, me excusé con que acababa de recordar que me los regaló mi hermana un día que salimos de compras. La semana siguiente apareció el vestido color palo de rosa con flores de crinolina, un soberano monumento al mal gusto, un espanto colgado en mi parte del vestidor. También encontré un par de diademas muy adecuadas para una fiesta de Halloween y cremas de una marca a la que en tiempos renuncié por su elevado precio. En una esquina del ropero, unas manoplas y unos patucos de lana gruesa para abrigar a una friolera genética.Yo dormía desnuda y sin manta en diciembre. Pese a aquellas irrupciones de prendas inverosímiles mi asombro se mantenía en una cierta contención. Hasta que apareció el aparato de depilación eléctrica. Sucio, con restos pegados, una cochinada que jamás me hubiera permitido cometer desde mis años adolescentes.Y, sobre todo, hasta dar con el frasco de perfume con tufo a fresas podridas y unos conjuntos de lencería que hubieran echado para atrás a una stripper profesional. Se imponía como estrategia eficaz una aparición a deshora que me diera la oportunidad de enfrentarme a una presencia tangible, una certeza que sustituyera la ansiedad ante un asalto a mi vida íntima que no estaba encontrando en mí la menor resistencia. Entonces sobrevino el desastre. Con la excusa de sentirme mal me largué de la agencia a media mañana y me fui a casa. Lorenzo estaba trabajando, haciendo lo de siempre. En lugar de explicarle el porqué de mi vuelta antes de tiempo, le pasé los brazos por detrás de la nuca y comencé a mordisquearle el arco de la oreja. Ronroneé comentarios soeces mientras le recorría el cuello con la lengua y metía la mano para desabotonarle la camisa. –Pero, ¿qué haces? –su sonrisa de confusión fue lo primero que me puso en guardia. –¿Cómo que qué hago? ¿Tú qué crees que quiero hacer? –Se me escapó un impaciente conato de enfado. Lorenzo me contestó que si creía que aún tenía veinte años. Según él, yo había vuelto de la calle a los quince minutos de salir por la mañana porque el coche no me había arrancado. Me preguntó si no recordaba lo que habíamos hecho durante las dos horas que tardaron en llegar los del taller, al cabo de las cuales, por lo visto, consiguieron que el coche funcionara. Enseguida yo me había largado a trabajar, y resultaba que ahora, apenas media hora después del primer asalto, le venía con el segundo. Me destrozó el ánimo la vehemencia con que Lorenzo ensalzó mis apasionadas maniobras eróticas de hacía un rato, que imaginaba que yo había aprendido nuevos juegos en alguna de esas revistas modernas para mujeres que quieren experimentarlo todo en la cama. Es decir, que por lo visto esa mañana una profesora de sexo había disparado en él resortes todavía sin explorar en nuestra relación como pareja. Con suavidad, pero también con firmeza, desenredó mis brazos antes de despedirme con un casto beso en los labios y una palmadita en el culo. –Amor mío, déjame trabajar, nos acosan la hipoteca, los gastos... Con muchas mañanas como esta acabamos en la ruina. No paró ahí la cosa. Junto al subsiguiente marasmo en mi cabeza, en pocos días fui encajando más envites. Mi suplantadora no se conformaba con victorias parciales, iba podando sin piedad las raíces que me unían a mi ecosistema familiar. Un día, al regresar muy tarde del trabajo me tropecé con la asistenta en el portal y me agradeció –especificando que «por segunda vez»–, mi generosidad de esa tarde al pagarle un espléndido suplemento por las horas. Desapareció del rellano preguntándome si por fin había encontrado el repuesto de la lavadora que yo había salido a comprar.También en la agencia hubo invasión. Recién llegada por la mañana, mi jefe ensalzó el informe estadístico de rentabilidades por países que yo le había elaborado, quedándome sola 26 Pliegos de Rebotica 2021

RkJQdWJsaXNoZXIy MTEwMTU=