Revista Pliegos de Rebotica - Nº 142 - Octubre/Diciembre 2020

A A l poco de iniciar el ejercicio profesional con una oficina de farmacia en una pedanía cercana a Valencia, una calurosa tarde de mayo me hizo una visita el alguacil con mando en plaza. Tras los saludos le invité a conocer –bastaron cuatro o cinco minutos– la caja de zapatos que era el local. Quiso saber qué tal me iba, y, entre otras preguntas de cortesía, la de que si no me aburría –era palmario el hecho– con tan pocos clientes. Le contesté que no, que cuando descansaba del trabajo me daba por inventarme historias y después las escribía. Aquel buen hombre me miró como si le hubiera dicho que el planeta Tierra tiene forma de abrelatas. Cuarenta y tantos años después de aquello, relatos de ficción aparte, ninguno de nosotros duda que nuestra profesión da para escribir mucho y muy variado tan solo nutriéndonos de las anécdotas de mostrador y algún que otro percance que nos cae sin buscarlo ni merecerlo. Estoy de acuerdo en que, como afirma nuestra admirada Margarita Arroyo, la de farmacéutico es la única profesión de Ciencias plenamente humanista. Sobre todo en su versión rural, de núcleos urbanos pequeños, en los que los días son muy largos y las guardias abundantes e interminables. En los que ni siquiera hay médico que pase consulta a jornada completa ni todos los días. Me faltó explicarle al alguacil –que, dicho sea de paso, se largó enseguida, me huelo que pensando que con ese capricho de fantasear cada dos por tres mi mente no era demasiado de fiar–, que la mayoría de mis historias solo aspiraban a obtener una sonrisa del lector, ese remedio natural sin efectos secundarios, infalible para recuperar el tono en caso de tristuras del espíritu o tras un berrinche agudo. Seguir escribiendo así me ha costado lo mío, es difícil encontrar el humor, sea ingenuo o irónico o socarrón, en anécdotas que nacen de la función del mostrador como confesionario de desgracias o achaques, en ocasiones más del espíritu que de la salud física. No es menester que me extienda sobre esto ante los miles de farmacéuticos de pueblos y aldeas en los que hay que coger una lupa para leer su nombre en los mapas. Conocí Pliegos cuando la tomé de un mueble revistero en el vestíbulo del Colegio de Farmacéuticos de Valencia. En aquella época sin internet, ni redes sociales, ni casi teléfono según por dónde parara el pueblo, la revista Pliegos fue una referencia para actualizarme, descubrir nuevos retos y recibir noticias de nuestra profesión. Luego me enteré de que estaba leyendo a un crío pequeño, como mucho a un párvulo. Releía Pliegos con avidez, y en ella aprendí muchas cosas que no me habían enseñado en la facultad.Tenía la ventaja añadida de que leer los excelentes artículos y cuentos de algunos colaboradores de Pliegos, tan documentados y llenos de calidad, evitaba que se hinchara el ego de aquel novicio de las letras. Más bien lo dinamitaba.Te abonaba la humildad y te ponía en tu sitio. La lectura es una afición que jamás he interrumpido, primero por placer, luego también por necesidad, porque para los escritores autodidactas es la única academia eficaz, el mejor recurso para aprender a mejorar. Escribo prosa, pues pronto confirmé que no estaba dotado para la poesía, un arte inalcanzable para mí. En realidad, hoy en día escribo sin pensar si voy o no a ser leído, por manido que parezca este proceder, y a veces también sonrío cuando repaso lo escrito, igual que intento conseguirlo en el hipotético lector ajeno. Bien 26 2020 Nuestra fiesta de la palabra Rafael Borrás

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