L
igia se levantó de la cama con sigilo para no
despertar a Jerónimo, su marido, que esa semana
tenía turno de noche y acababa de acostarse.
Durante la ducha pensaba en la rutina que
gobernaba su vida familiar desde hacía tiempo. Los
doce años de casados pesaban ya tanto… Al mismo
tiempo trataba de esquivar el remordimiento que le
producía su aventura con Diego, aunque la idea de
terminarla le llenaba de ansiedad. Tal vez por eso le
iba rondando la cabeza la posibilidad de dejar a
Jerónimo. El pobre era tan ingenuo que ni se
imaginaba que pudiera estar siendo engañado por su
mujercita. Ligia sufría por todo eso, y por lo que
afectaría a su hija una separación de su padre, pero
por otra parte se sentía merecedora de una
oportunidad de vivir de otra manera, aceptando el
fracaso de su matrimonio y afrontando el futuro con
una nueva esperanza. Se puso una camiseta azul
muy escotada con la que se veía guapa, cogió su
maletín y salió del portal ensimismada en sus
cavilaciones; el día estaba claro y luminoso, y se
lamentó en silencio por no poder respirarlo con
alegría. El autobús tardó poco esa mañana. El
conductor respondió, buenos días.
Se fijó en el escotazo de la mujer que acababa de
entrar, la veía casi todas las mañanas. Mirar con
detalle a los usuarios era una forma que tenía de
distraer su
pensamiento de los
problemas cuando
éstos se
presentaban, como
ahora, en que no
podía quitarse de la
mente a su mejor
amigo,
hospitalizado y
cerca de llegar a
una muerte que se
había anunciado
inminente.
Recordaba tantos
años que habían
pasado como
camaradas, mierda,
y todavía era joven
para morirse. Su
mujer, que era aún
más joven, y sus
dos hijos
iban a
quedar en el
desamparo,
no sólo por
su marcha,
sino también por su
situación económica; ella
no tenía ingresos, y sí una
exigente hipoteca a la
que hacer frente. Qué
pena, que estando a punto
de morir hubiera que preocuparse por el dinero. En
ese momento dio un violento frenazo y profirió un
rosario de insultos cuando un tipo se cruzó por
delante en una zona de paso prohibido para los
peatones.
Caminaba dando tumbos, sin atender a semáforos ni
pasos de cebra, porque los cuatro litros de vino que
ya había trasegado a esa hora hacían su efecto de
manera implacable. Vestía un chaquetón tan raído
como el resto de su ropa, y su pelo estaba sucio y
maloliente; lo mejor eran las botas, casi nuevas,
aunque era incapaz de acordarse de dónde las había
sacado. Tampoco se acordaba de cuántos años
llevaba viviendo en ningún sitio, y las nociones de
día y noche carecían de sentido, pues dormía en
cualquier parte cuando el cuerpo, el sueño o el licor
se lo pedían. Se dirigió casi por inercia hacia el
parque, y allí se dejó caer sobre el primer banco que
encontró y se sumergió en el sopor. Cuando
despertó estaba atardeciendo, y su propio hedor le
hizo despabilarse con rapidez; se sentó y se
contempló las botas, y entonces le vino a la
memoria cómo se las había quitado la noche
anterior al otro vagabundo, que yacía muerto en un
descampado tras haberle rebanado el pescuezo con
una botella rota. No se alteró al recordarlo, ni
tampoco cuando, ya puesto el sol por completo, vio
aproximarse al policía, que porra en mano le
condujo a la comisaría.
Comenzar con un indigente homicida no era un
buen augurio. El nocturno podía ser un servicio
tranquilo o convertirse en una pesadilla. Además
estaba el conflicto entre los compañeros por la
confección del cuadrante de guardias y el reparto de
las bonificaciones del trimestre, que amenazaba con
ensanchar la grieta hasta hacerla imposible de
P
de Rebotica
LIEGOS
Napoleón Pérez Farinós
premios
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2011
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