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de Rebotica de Rebotica

LIEGOS LIEGOS 12

o somos invisibles. Gerardo no tiene razón. No es argumento haber sobrepasado una edad determinada para que ya no te miren, para que no te observen, para que no se interesen por ti. Eso lo dice porque seguramente ya nadie se fije en él. En mí sí. Hace varias semanas que me observa. Ayer incluso, en un cruce de miradas esbozó una sonrisa. Eso no se hace así porque sí. Cuando alguien te mira, sostiene tu mirada y al final te dedica un gesto de simpatía es porque está notando tu presencia y quiere decirte algo. Yo lo he percibido así, aunque el imbécil de Gerardo, que es un año mayor que yo y eso se nota, piense de forma contraria. Además, él es poco agraciado, desgarbado, se arregla sin ningún aliño, lleva usando la misma corbata y el mismo traje gris desde que le conozco. No lustra sus zapatos. Hay días que llega al trabajo sin afeitar y los cuellos de sus camisas están lamentablemente desgastados. Es normal que él sea un sujeto perfectamente invisible a los ojos de los demás y mucho más a los de ella.

No es que esté obsesionado ni que pase todo el día pensando en lo mismo, pero reconozco que desde que llegó, hace ahora algo más de un año, he sentido una innegable curiosidad que me lleva a interesarme por ella de una forma más antropológica que otra cosa. A veces resulta esquiva y otras muy próxima, diría que cálidamente cercana. Pienso que su timidez, a fuerza de querer superarla, a días la esclaviza y a días la libera esplendorosamente. Claro que con Gerardo tiene más contacto que conmigo; sus mesas están más próximas, trabajan para la misma sección y es obligado que ella deba consultarle asuntos relativos a la actividad de ambos. Están asignados a un departamento aburrido y esa es la única razón por la que hablan más a menudo. Además, entre ella y yo se interpone una mampara excesivamente alta que aísla su mesa de trabajo de la mía e impide el contacto directo. En ocasiones he sentido ganas de hablar con el director y sugerirle que la redacción sea un espacio totalmente abierto y sin ningún tipo de separaciones. Esos pequeños y claustrofóbicos reductos, donde se nos aísla de todo contacto, no es lo más idóneo para una buena dinámica laboral. Yo, al menos, no necesito de ese falso ambiente de intimidad

para desarrollar mi trabajo con normalidad. Recientes estudios sobre el rendimiento laboral de las empresas modernas indican que las oficinas luminosas y abiertas, donde la gente se ve y se comunica y en donde además sobrevuela una suave música ambiental son mucho más productivas que esta jaula en la que me encuentro y que no ha cambiado su fisonomía en los últimos treinta años. Si no fuese por su perfume cautivador el tufo a naftalina que desprenden estas estancias echaría para atrás a cualquiera. Nada es tan disuasorio como un persistente olor desagradable. Por el contrario; ella es como un rayo de luz en medio de tanta tiniebla, como un aroma venido desde un remoto edén para impregnarlo todo con su esencia. Sin ella la oficina y el trabajo serían como estar condenado a perpetuidad en un oscuro y húmedo calabozo.

A veces he notado que, para escucharme y observarme, detiene su trabajo cuando yo tecleo febrilmente en mi ordenador apurado por la premura del tiempo, pero tengo que reconocer que, a mi vez, yo hago también lo mismo. Es una pena que traiga de casa el termo con café con leche y su bocadillo de media mañana porque la máquina de refrescos sería un buen sitio para el encuentro. Ella no va nunca. Hace tiempo me pasaba la mañana yendo y viniendo para hacerme el encontradizo hasta que, consciente de sus costumbres, desistí de mi empeño.

Hace un par de semanas cambié mi ruta y tomé el 156, el autobús que ella utiliza habitualmente para desplazarse de su casa al trabajo y del trabajo a su casa. En la cola me hice el remolón tratando de que no me viera pero una vez dentro, me situé al fondo para poder observarla con mayor tranquilidad confundido entre la gente que a esa hora punta abarrota el transporte público. Se pasó el trayecto, de unos veinte minutos, leyendo una revista sin apenas levantar la cabeza de su lectura. Llevaba los auriculares puestos conectados a su mp3. No habló con nadie. Eso me reafirmó en el concepto que tengo sobre su carácter reservado y sobre la

posibilidad de que su corazón no sea prisionero de ningún hombre.

Ya sé que mi fantasía desbordante me lleva a veces a imaginar mundos deslumbrantes pero, Tomasito Ruano, que es feo como un demonio y más soso que la mantequilla sin sal y al que le quedan dos telediarios para la jubilación,

encontró hace

premios AEFLA 2011

La edad invisible

José Luís Palma Gámiz

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