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unes de noviembre. Ocho de la mañana. Parada del autobús en la avenida Pío XII. Al otro lado de la calle, aquel hombre investigaba el contenido de una papelera. Le había estado observando desde que me senté con una novela sobre la falda. Pero preferí leerlo a él. Hay por ahí personas de carne y hueso cuyo atractivo nato despierta de improviso tu interés más que cualquier ficción. Lo reconocí cuando se dio la vuelta y pude mirarle las facciones con detalle. Yo a ese tipo lo he visto en otro sitio, me dije. Hice memoria. Y enseguida recordé; eso es, en los alrededores de la catedral, tocando para los turistas piezas clásicas con la guitarra. Sin pensármelo dos veces crucé la calzada y lo abordé.
Vaya por Dios, ¿y dónde ha dejado la guitarra? Me miró estupefacto durante un segundo y luego levantó los hombros, como resignado. Me la rompieron en el albergue y ni tiene arreglo ni yo dinero para comprar otra, contestó. Después, con suma cortesía, me dio los buenos días que a mí se me habían olvidado. No puedo evitarlo, los mendigos educados me tocan la fibra. En esta sociedad carnicera que
habitamos les alabo que se conformen con vivir de la caridad cuando caen en el arroyo sin vuelta atrás posible, y que, para colmo, guarden las formas ante un prójimo desconocido y tal vez inoportuno. En lugar de coger una escopeta y liarse a asaltar supermercados. Dije que me resultó atractivo. En efecto, ese hombre sabía muy bien cómo abrocharse con dos dedos una chaqueta raída, pero aseada, que cubría un cuerpo anguloso y frugal perfilado sobre todo a base de trazos verticales. El bigote rectilíneo y una media sonrisa de gángster de cine clásico le conferían un cierto aire acanallado. Bajo la frente, amplia y despejada hasta las sienes encanecidas, se vislumbraba el reflejo de una recóndita inteligencia allá en el fondo de los ojos, casi transparentes. Debió de ser muy guapo de joven. Y, a pesar de su edad, todavía lo era.
Me fue resumiendo su historia. Pocas palabras necesitó. Pocas, sí, pero sin embargo suficientes como para que yo descubriera que tanto el timbre armónico de su voz como los ademanes sosegados revelaban el espíritu solícito, desenvuelto y sutil de los viejos caballeros de orden. Había vivido en una ratonera de treinta metros, en un edificio de cemento sucio incrustado entre un nudo de autovías. Una visita al juzgado por impago de alquiler, amenaza de cárcel, la calle y…, que ya me podía imaginar el resto. Lo de siempre.
Actualmente, cuando en el albergue de beneficencia no quedaban camas, lo que ocurría muy a menudo, tenía que dormir sobre cartones y envuelto en arpilleras bajo la marquesina de los grandes almacenes, allí delante. Se dedicaba a escarbar en basureros y contenedores, e iba acumulando en un carrito lo poco de valioso que la gente había desechado. Al acabar la jornada procuraba venderlo al mejor precio en los circuitos comerciales de la miseria.
Antes de subir al bus le deslicé un billete en el bolsillo, titubeante y azorada, sin saber cómo despedirme. Le seguí a través de la ventanilla. Allí se quedó, con la mano llena de papeles y las solapas de la chaqueta levantadas contra el frío.
A partir de aquel primer encuentro adquirimos la costumbre de intercambiar comentarios sobre la climatología, las tirrias de los policías municipales o lo derrochones que son los ricos. Conversábamos unos minutos sobre ésas y otras cuestiones más filosóficas, y a renglón seguido y arrastrando el carrito por la explanada del centro comercial, repetía el análisis diario de cada papelera con la misma atención que un druida ante su caldero. Rescataba de todo: revistas y periódicos, libros de bolsillo, bolígrafos, algunos teléfonos móviles y auriculares dañados, pañuelos, monedas… Yo adivinaba cuándo un objeto le parecía jugoso porque, antes de depositarlo con cuidado en un rincón preciso del carro, lo estudiaba satisfecho con cara de arrobo y aquella mirada suya tan peculiar.
Una mañana del invierno siguiente no le vi al llegar a la parada. Ni ese día ni en dos semanas. Sin que nadie me lo dijera, otro lunes, soleado y también muy frío, me sobrevino de repente la absoluta certeza de que mi amigo había muerto. Me quedé mirándola. El autobús aún tardaría unos minutos. Con el bolso abierto por si encontraba algo interesante, me puse a remover el fondo de la papelera más cercana como si me fuera en ello el sustento. Homenajear sin algaradas a la buena gente pertenece a nuestra lista de derechos fundamentales.■
P
de Rebotica de Rebotica
LIEGOS LIEGOS 8
Rafael Borrás
Esperando el bus
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