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que ni siquiera pensábamos que tendríamos que disputar.

Nuestro avezado comandante José Manuel de Goicoa y Labart no es novato en estas lides. Cuando hemos terminado de llenar el barco en Montevideo para

emprender la singladura hasta

Cádiz nos ha comentado que la situación europea volvía a envenenarse. La recuperación de Francia bajo la inflexible y diestra mano de Napoleón preocupa a las demás potencias e Inglaterra quiere dar una muestra de su vigor en los mares. Muchos hemos pensado que exageraba y nos hemos perdido en los bares oscuros de la destartalada y encantadora ciudad en la orilla norte del Río de la Plata. Nadie me espera, puede que nadie me eche de menos, pero esa independencia me permite visitar alguno de los lupanares portuarios de esta ciudad unida fluvialmente con Buenos Aires y donde el encanto de las mujeres es superior, si cabe, al de otras latitudes. Me distraigo un instante con el recuerdo de mis juegos sensuales con una mujer de raza indefinible, mitad negra, mitad mestiza, en el barrio de Palermo, al son de unos ritmos embriagadores y estridentes que destila una orquesta más que atípica. Nunca encontraré ya nada parecido.

Hemos zarpado el nueve de agosto una vez que hemos terminado de embarcar el oro y la plata –más de ochenta millones de reales acuñados-, pero también telas de vicuña, quina y canela; todos materiales muy apreciados en la península. Algunos

bienes son privados y corresponden a grandes fortunas de caballeros y comerciantes que retornan a España porque empiezan a ver un cierto rechazo semiviolento en las buenas gentes nativas. Pienso otra vez en las condiciones de las minas de oro y plata en la selva peruana y no me gustaría estar en la piel de unos trabajadores casi esclavizados para la exclusiva gloria y riqueza de unos pocos concesionarios y un pueblo que los coloniza sin respetar su dignidad o su propia cultura. Su paga es mísera y laboran en jornadas interminables sin apenas descansos para que el auténtico valor de los tesoros que extraen de acuíferos y vetas enterradas acabe a muchas leguas y sin reportarles beneficio alguno.

Ahora, que estoy a punto de morir, me pregunto si el estallido del arsenal de Las Mercedes , que tantos miembros amputados y tanta sangre han dejado sobre la cubierta, es solo la antesala de un imperio español que explota por claudicar ante el dinero fácil y el expolio de unas pertenencias que deberíamos haber sabido compartir. Al final, el tesoro se quedará sin dueño en los confines de las profundidades marinas donde los peces y otros animales ignotos no percibirán el menor atractivo en el tenue brillo de tanto oropel oxidado con el paso del tiempo. Quizá aprecien mejor mi carne yerta o la sangre que mana sin pausa de mis intestinos mientras sube a bordo un brigadier británico para hacer algunos prisioneros, todavía sanos, y descarta a deshechos humanos como puedo ser yo mismo.

Esta sí que es ya mi última reflexión porque casi no puedo sostener la pluma junto al papel. Vil metal este que promueve abordajes, luchas, asesinatos, robos, desfalcos, envidias y hasta traiciones familiares. Maldito brillo, aunque promueva una belleza especial en las mujeres que se adornan con él, en las joyas y ornamentos de nuestra cristiana civilización que preconiza la pobreza, la solidaridad y la huida de cualquier signo de ostentación.

Pleitos interminables, vidas segadas por la ambición, pagos inconfesables en sucias, y a la vez deslumbrantes, monedas, desgracias escondidas tras las pepitas escurridas en las aguas de los ríos que las trasladan con la más absoluta inocencia.

El oro; toda una síntesis de esa estupidez humana que tiene la virtud y la trascendencia de conducir a ningún sitio.■

P

de Rebotica de Rebotica

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