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« Previous Page Table of Contents Next Page »mujeres que se escondieron enseguida, gallinas y alguna cabra merodeando en busca de restos de comida. Se acordó con el sargento el emplazamiento de las baterías de mortero, ametralladoras, y se decidieron los nidos para los francotiradores como él. Zayed se mantenía tranquilo, como si anduviera de excursión campestre. En realidad era una rutina archisabida, repetida decenas de veces en decenas de operaciones de castigo. Le asignaron la azotea de un edificio abandonado, carcomido por la artillería aunque todavía en pie. Desde allí se divisaba sin obstáculos la avenida principal de entrada en el barrio.
Sobre un alero de la terraza colocó el fusil en el trípode, alimentado con un cargador de cartuchos 608 Winchester. A su lado fue ordenando sobre la colchoneta fina, con la organizada meticulosidad de un cirujano, todos y cada uno de los utensilios que pudiera necesitar: cargadores con munición variada, punzón destornillador, medidor de viento y temperatura, mira nocturna, correaje de transporte y la bayoneta por si había que evacuar a empellones. Una vez instalado, comenzó ensayando la puntería con una mora que poco después se aventuró por la calle. Bingo. Incluso disparando desde unos cuatrocientos metros, la desgraciada acabó con el cráneo reventado sobre un charco de sangre. Pero no era suficiente. No con los treinta dólares por cabeza de mujer. Aunque, como no estaba para renunciar a un sólo billete, al anochecer bajaría a cortársela.
Encendió otro Gitanes que fue consumiendo con fuerza, como siempre, como si fuera el último.
A las diez seguía sin aparecer nadie. La mañana transcurría con tediosa lentitud. Por fin, cerca de las doce y con el cielo cayendo a plomo, una columna de blindados rebeldes se aproximó por una carretera a su derecha. A casi un kilómetro de distancia, gracias a la mira telescópica pudo divisarla sin perder detalle, incluso con el humo del enésimo cigarrillo cegándole unos ojos entornados por la luz directa del sol. Los artilleros gubernamentales maniobraron con rapidez y las baterías vomitaron sus proyectiles. Se oyeron gritos lejanos de gente herida.
Esperó paciente su oportunidad. Media hora más tarde el convoy progresaba hasta meterse en un desfiladero de casas derruidas, un terreno completamente expuesto en el área de tiro fácil para Zayed. En principio, ningún hombre a la vista. De pronto, en lo alto de uno de los carros de combate vio a un soldado asomar el torso por la escotilla y elevar al cielo un brazo triunfal y su mugrienta cabeza enturbantada. Luego gritó insultos obscenos contra Gadafi. Eso eran doscientos dólares. Impasible, enfocó al escandaloso en el centro de la cruz de cristal líquido de la mira. Empujó el cerrojo e introdujo un cartucho en la recámara. Mientras aspiraba una bocanada larga de humo, armó el percutor. Aguantó la respiración. El gatillo le rozaba la yema del índice. Aunque no lo sabía, aquel sujeto estaba ya muerto.
No llegó a ver caer al del blindado. Una milésima de segundo antes de que disparara, un rebelde oculto en la terraza le descerrajó un tiro en la nuca con una vieja pistola oxidada, y la frente de Zayed fue a estrellarse violentamente contra las baldosas. Después le vació el cargador hasta que se hubo quedado rígido tras un último
estremecimiento. Finalmente, con la propia gumía de Zayed le rebanó las orejas a modo de trofeo.
Al día siguiente el cuerpo del mercenario fue amontonado en la calle junto con un puñado de cadáveres más. Desde Trípoli, el Comité Internacional de la Cruz Roja dio órdenes para que a los muertos sin identificar o no reclamados se les diera sepultura lo más pronto posible en una fosa común. Antes, un muchachuelo de los tantos que deambulaban por allí rebuscó en los bolsillos de Zayed y se hizo cargo de unas cuantas monedas, la foto de una casa de campo iraní que tiró enseguida y medio paquete de
Gitanes que guardó en una bolsa de plástico con otros botines de pillaje.
Alá le había ahorrado a Zayed comprobar que, con enemigos silenciosos por la espalda, de nada
le había servido su prodigiosa puntería.
El Dragunov, naturalmente, se lo había apropiado el verdugo.
Este relato ha recibido, ex aequo, el premio del público en la VIII edi-ción del Certamen de Narrativa
Breve Canal-Li teratura 2011, entregados el 8 de octubre de este año en Murcia. ■
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de Rebotica de Rebotica
LIEGOS LIEGOS 6
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