APUNTES HISTÓRICOS 564 La farmacia del globo fumándola (Figura 8). Con este precioso objeto medicamentoso me lleva, por una parte, hasta el siglo XVI y, por otra, a mi infancia y adolescencia. Las aguas olorosas se utilizaron y se utilizan para evitar los malos olores. En el ámbito galenista se pensaba que las enfermedades epidémicas o simplemente contagiosas se transmitían por medio del aire corrupto. En lugar de emplear mascarillas como venimos haciendo para la COVID-19 –desde planteamientos sobre el contagio absolutamente distintos–, durante las epidemias, fueran de peste o de cólera, o sea, desde la Edad Media hasta finales del siglo XIX, se llenaban las calles con hogueras de maderas aromáticas. Mediante las mismas se pretendían detener los contagios, al quitar el mal olor propio del aire corrupto. Ese mismo sentido, además de la alabanza a Dios, tenían los incensarios empleados en las catedrales; el más famoso, el Botafumeiro, utilizado en presencia de grandes cantidades de peregrinos, luego de haberse lavado y quemado sus ropas, tras cumplir con todas las penalidades de la afamada peregrinación. En el siglo XVI, Felipe II, el gran monarca español, cultivaba extensas rosaledas en El Escorial. En cuanto florecían, mandaba segarlas y enviaba las rosas a los hospitales11. El agua destilada de rosas se empleaba, o bien como agua de olor, para adecentar a los enfermos y tratar de evitar los contagios de la manera descrita, o bien bebidas, como purgantes suaves, tal y como nos explica Andrés Laguna en su edición de la Materia Medicinal de Dioscórides12, en el capítulo dedicado a la rosa. Ese ancestral empeño de los boticarios continuó a lo largo del tiempo. Siguieron preparando, como se ve, el agua de colonia higiénica. En el Madrid de finales del siglo XIX y principios del XX, el estado sanitario de la población era francamente malo; de hecho, en los medios higienistas se la conocía como la capital de la muerte, a consecuencia de las múltiples enfermedades padecidas, en su mayoría a consecuencia de las malísimas condiciones higiénicas de la Villa y Corte, por lo que no es de extrañar esa afición a medio camino entre la terapéutica mágica y la perfumería. Durante mi infancia y adolescencia, mi padre, boticario en la plaza de San Ildefonso número 4, ya no vendía agua de colonia, pero la seguía preparando para su uso personal y el de todos sus familiares, con lo cual, aunque ahora extrañe, me parece esa una actividad muy “boticaril”. 11 Puerto Sarmiento FJ. La Leyenda Verde. Naturaleza, sanidad y ciencia en la Corte de Felipe II (1527-1598). Salamanca, Junta de Castilla y León. 2003. 13 Puerto Sarmiento FJ. Ciencia y política. José Giral Pereira (Santiago de Cuba, 1879-México D.F., 1962). Madrid: Real Academia de la Historia, BOE. 2015. 12 Gracia D, Puerto Sarmiento FJ (directores de la colección Clásicos de la Medicina y la Farmacia de la Fundación de Ciencias de la Salud), Laguna A. Pedacio Dioscórides Anazarbeo, Acerca de la Materia Medicinal y de los venenos mortíferos. Salamanca. En: Mathias Gast, 1566. Estudios introductorios. Editores: Laín Entralgo P, Riera Palmero J, Puerto Sarmiento FJ, Miguel Alonso A, Esteva de Sagrera J, Tamargo Menéndez JL (Ed. Facs. Aranjuez/Fundación de Ciencias de la Salud, Doce Calles, 1999). Otro de sus “recipientes joya”, de localización actual nada sencilla, es el dedicado al bicarbonato de sosa, del cual dispensaba dos tamaños al menos (Figura 9). Se parecen mucho a los envases de medicamentos con aspecto modernista, preparados por los farmacéuticos barceloneses de principios de siglo. No es casualidad. Los encargó a G. de Andreu, establecido en Badalona. Por eso las cajas tienen las aristas redondeadas, están doradas con profusión y adornadas, además de por el globo, símbolo omnipresente de la oficina, con arreglos florales muy geométricos y simétricamente colocados. Se presenta como medicamento utilísimo para calmar en el acto los dolores de estómago producidos por acedías y de gran eficacia para combatir el reuma y la gota. Además, llevaba la leyenda de químicamente puro. Sabemos cómo le gustaba a don Miguel de Unamuno, cuando visitaba la Farmacia de José Giral en Salamanca, ver esos mensajes. Se reía y no se privaba de mencionar a alguno de sus conocidos para definirle como un idiota químicamente puro13. También recuerdo las antiguas casas de comida españolas, en donde no faltaban nunca los palillos, la jarra de agua, con o sin hielos, y el bote de bicarbonato para combatir el exceso de ácido clorhídrico y prevenir las úlceras de estómago, Figura 8. Figura 9.
RkJQdWJsaXNoZXIy MTEwMTU=