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Farmacéuticos 56 Farmacéuticos 57 FARMACIA CON ARTE NAPOLEÓN: RETRATO DE UN EMPERADOR U na isla perfumada de lavanda y tomillo emerge cual monta- ña flotando sobre el viejo mar. Córcega la llamaron. Sus valles profundos y montes salvajes moldearon durante siglos el carácter de sus habitantes. Napoleón, su hijo más famoso, aún parece otear su imperio, desde este escarpado rincón de natural belleza. La vida del hombre que lo quiso todo trans- currió entre dos islas. Córcega, en el Medite- rráneo que lo vio nacer, y Santa Elena, con el Atlántico como muros de su prisión, que lo vio morir. Hijo del atractivo Carlo y la seductora Letizia, es un hombre cortado a la antigua, de alma ardiente y viva inteligencia. General invencible con espíritu de corsario, conse- guía inflamar los corazones de sus tropas. Educado como artillero, el General Bonaparte revoluciona el arte de la guerra introducien- do la infantería y la artillería ligera. Asimismo creó la caballería ligera: húsares y dragones. Cuando la caballería francesa avanzaba, el sol se reflejaba en los sables y correajes, y en las doradas botonaduras de las casacas. Tras las campañas de Italia y Egipto fue elevado a la categoría de héroe nacional. A partir de entonces el “pequeño corso”, de inagotable ambición, emprende una carrera meteórica que le lleva a la más alta dignidad: emperador de los franceses y rey de Italia. Su vida fue una búsqueda incesante del triunfo militar, que en muchas ocasiones cosechó, aunque también tuvo sonadas derrotas. Su paso por España fue un desatino estratégico, ya que desestimó la bravura y el orgullo del pueblo español. El intento de invadir Rusia devino en catástrofe. Pero Napoleón consiguió que Europa entrara en la modernidad cambiando desde el Códi- go Civil, hasta la Ley Hipotecaria. Impulsó la ciencia y la ingeniería. Siendo Primer Cónsul reorganizó la enseñanza de la Medicina puesto que para él era de suma importan- cia que el médico tuviera conocimientos prácticos y clínicos. Entre sus médicos de Cámara el más eminente fue Corvisart, pionero en Francia del diagnóstico crítico, que utilizaba el método de la percusión en las enfermedades cardíacas y pulmonares. Tras las campañas militares, la mayoría de médicos, cirujanos y farmacéuticos fueron licenciados y los hospitales militares, transformados en hos- pitales civiles. Las batallas habían sido realmente sangrientas y generalmente los heri- dos no se atendían hasta que finalizaban los com- bates. Dominique-Jean Larrey fue uno de los médicos imperiales que más ha aportado a la sanidad militar. Él pensaba que la primera hora era crítica para un herido, por el riesgo de hemorra- gia masiva y asfixia. Por ello, ideó un sistema de “ambu- lancias volantes” que consistía en un cajón de madera aboveda- do, con los laterales forrados y unos rodillos de madera en su interior, que permitían deslizar la base sobre la que iba un colchón tapiza- do de cuero. Estos Por María del Mar Sánchez Cobos . Farmacéutica carros iban tirados por caballos y acompañaban a las tropas. También estableció el criterio de atención a los soldados en función del estado de gravedad de los mismos. Napoleón le concedió el título de Barón y dijo de él que era el hom- bre más virtuoso que había conocido. Otro aristócrata, el Conde de Fourcroy, químico, hijo de un boticario del Castillo del duque de Orleans, fue el gran impulsor de la idea de la creación de las Escuelas Farmacéuticas, allí donde hubiera Escuelas Nacionales de Medicina. Hasta entonces para la obtención del título de farmacéutico se exigía un aprendiza- je de ocho años con un farmacéutico. Para quien asistiera a las escuelas, el aprendizaje se reducía a tres años. Asimismo era obligatorio demostrar la suficiencia en el conocimiento de plantas medicinales, su desecación y conservación. Este decreto entró en vigor en 1803. Farmacéuticos destaca- dos fueron: Bouillón-Lagrange, nombrado Director de la Escuela de Farmacia; y Charles-Louis Cadet Gassicourt, que vivía en las Tullerías por ser el farmacéutico personal del Emperador, y que publicó un Formulario Magistral que pasó a ser una obra clásica. Bonaparte amaba el orden y la disciplina. Embelleció Paris, hizo erigir monumentos conmemo- rativos de sus victorias, como el Arco del Triunfo en la Place de l’Etoile, o el Arco del Carrusel, cerca del Louvre. Construyó puentes, carreteras, parques y canales para mejorar el apro- visionamiento de agua a la ciudad. El emperador era muy pulcro y aseado. Amante de los baños, acostumbraba a tomarlos calientes, y un par de veces al día, tras los cuales se frotaba con agua de colonia. Tenía una buena dentadura que cuidaba con esmero y se rasuraba personalmente. Solía llevar un comple- to neceser de aseo durante sus campa- ñas. Se trataba con intelectuales y frecuen- taba el teatro y la ópera. Vanidoso y egocéntrico le gustaba ser pintado e idealizado con gran pompa y majestad. En sus retratos buscaba legitimar el poder y a su vez hacer propagan- da de Estado. Cuando pensamos en Napoleón nos viene a la mente la imagen de su figura, inmersa en sus pensamientos, tocado con un bicornio, con la mano dere- cha en el interior de su chaleco, y el brazo izquierdo tras su espalda; la mirada de ave rapaz que lleva en la sangre: el ardor de su tierra, el fragor de las batallas, el entusias- mo patrio. Desde cada uno de sus retratos parece decir: “He saboreado el poder y ya no puedo renunciar a él”. Los talleres de miniaturistas trabajaban sin descanso con objeto de producir pequeños retratos con finalidad diplomática, que se esmaltaban en jarrones, vajillas o en tapaderas de todo tipo de cajas y tabaqueras. El más famoso de los mi- niaturistas fue Jean-Bastiste Isabey. La presencia física del emperador imponía. Aún más si iba a caballo. El gran pintor Jacques-Louis David, realizó el lienzo Napoleón atravesando los Alpes por San Bernardo. En él se idealiza la figura del soberano sobre un brioso corcel encabritado, que a su vez señala a las tropas el camino a seguir: trasmite la fuerza del líder, comparándose con Aníbal y Carlomagno. Protagonis- ta absoluto del teatro del mundo, su Coronación en Notre Dame se convirtió en un acontecimiento legendario: en un ambiente solemne y suntuoso, los oropeles del poder se aú- nan con el brillo de las sedas, la luminiscencia de las perlas y el resplandor de las joyas; suenan las campanas, el coro entona himnos y cánticos. Junto al clan Bonaparte asisten testas coronadas, mariscales, generales, valientes soldados y demás autoridades. ¡Emoción, envidia, sumisión, intrigas palaciegas, autocomplacencia...! Un mar de sentimientos afloran cuando un Bonaparte laureado alza la corona sobre la Emperatriz Josefina, vestida de escarlata y oro, tras la bendición del papa Pio VII. Todo ello quedó inmortalizado de nuevo por David, en el inmenso cuadro que realizó con motivo de tan augusta ocasión, y que actualmente se puede ver en el museo del Louvre. La gran cantidad de retratos del Sire nos hablan de su vida, de sus batallas, de sus vic- torias y derrotas. Memorias, biografías y cartas nos ayudan a profundizar en el carácter de este personaje singular. Enamorado perdidamente de Josefina Beauharnais, su “tormento, felicidad, a la que temo y amo”, la abandonó para casarse con María Luisa de Austria en aras de perpetuar su dinastía y estrechar lazos con la realeza. Amado y aborre- cido por sus contemporáneos, su figura se ha agrandado con el correr de los años. Goethe, Stendhal, Hegel, Cha- teaubriand, Schopenhauer o Nietzsche lo consideraron un superhombre. Aunque también desilusionó a escritores y músicos como a Madame de Stäel o Beethoven. El mito napoleónico como héroe romántico creció tras su exilio y muerte en Santa Elena. Cual Prometeo encadenado a su roca, deambula el Empera- dor; camina arrastrando los pies, embutidos en sus negras botas; los brazos entrelazados a la espalda. Va rumiando pensamientos que brotan en su mente durante el largo e infinito destierro. Le parece oír redobles de tambores; trombones y trompetas; aplausos y vítores, e incluso ¡”vivas a su majestad imperial”!... ¡El estruendo del mar contra los acantilados se parece tanto al fragor de la batalla! Y el hombre que cambió la historia de Europa, enfermo y cansado, una primavera hace ya casi doscientos años, volvió sus ojos hacia aquel otro mar, que plácido, rodea a su Córcega natal.

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