Revista Pliegos de Rebotica - Nº 145 - Abril/Junio 2021

FABULA Javier Arnaiz 37 Pliegos de Rebotica 2021 L L a incipiente luz crepuscular iluminaba la fantasmagórica escena. Donde antes hubo verde dominaba el ocre, donde la brisa de la mañana excitaba una agradable urticaria mañanera ahora el aire recuperaba su ardor con cada rayo de luz. Los árboles muertos, la hierba huida dejaban paso al polvo y el calor. Un nuevo día de calor, de nubes que pasan por el cielo sin dejar nada de ellas sobre la tierra, como burlándose del final, del triste final de la vida que poco a poco se retiraba con la misma fuerza que no hace mucho lo invadía todo. Algunas aves chillaban esperando la carroña y de la familia el último lactante se esforzaba en obtener alimento de unos pechos tan secos como el suelo que sostenía a la entregada madre que una y otra vez disponía en la pequeña boca su pezón para al menos amortiguar con la distracción el impacto de la sed y el hambre. Más de la mitad ya habían perecido y sus cuerpos, al principio velados fueron poco a poco abandonados, no por desamor sino por falta de fuerzas para llorar una pérdida más. Algunos esqueletos de animales dispersaban sus huesos por el suelo. Todo se había rendido salvo los últimos carroñeros cada vez más inquietos por estar cada vez más necesitados de un nuevo cadáver que permitiera posponer su propia suerte. El primer color naranja tornó al amarillo y destaco el ocre de la devastación, luego la temida luz blanca, el calor que devora todo lo que pueda contener alguna mísera gota de agua. Nada anunciaba la continuidad de la vida, cada movimiento era agónico, sin esperanza, solo la madre se esforzaba en mantener la vida como si de un movimiento obsesivo se tratara, una y otra vez para provocar un leve silencio. El macho alfa estaba hundido sobre sus propios hombros, su compañera había abandonado el camino aún en vida, exhausta, incapaz de un paso más y aquella tragedia del día anterior llegaba a todas las memorias. Los ancianos, tantas veces seguidos en su sabiduría fueron los primeros en caer, les siguieron los más pequeños, después muchas hembras y ahora los pocos que quedaban se sostenían sobre la vitalidad de su reciente madurez, el alfa era el mayor y quizá se sabía condenado en pocas horas. Uno de los jóvenes, Huérfano desde muy joven y puesto al cuidado de una nodriza que lo alimentó de mala gana miraba, desde una cierta distancia a la que los golpes y desprecios de sus iguales le habían acostumbrado, miraba a la hembra empeñada en distraer a la cría. Algo extraño movilizó su ánimo, una especie de fuerza ajena a su voluntad le impulsó, se puso en pie y olisqueó el aire, cambió su semblante y esbozó al grupo una sonrisa que arrugó la piel de sus mejillas con cuchilladas de sequedad. Sin volver la mirada comenzó a caminar con todas las fuerzas que sus piernas conservaban. Nadie, salvo él mismo, podía saber que se dirigía hacia el abismo, hacia algún destino ajeno por completo a sus sentidos, nada había olido, solo intentaba reproducir la voluntad de la madre, dar una esperanza, aunque ninguna leche pudiera manar de aquel pecho reseco. La reacción de sorpresa y desprecio se fue apagando, tras unos instantes, se levantó otro joven y siguió el sendero que dejaban las huellas de huérfano. Luego, otro, La gran sequía

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