Revista Pliegos de Rebotica - Nº 144 - Enero/Marzo

45 José Félix Olalla Pliegos de Rebotica 2021 LIBROS L a invención, la historia de los libros en el mundo antiguo, la creación del soporte para que las palabras permanezcan y puedan viajar en el tiempo, forman una materia fascinante. Sobre este asunto versa este sorprendente trabajo de la novelista y filóloga aragonesa Irene Vallejo que evita la construcción académica formal para contar las cosas de manera directa, relacionando hechos y anécdotas antiguas con el mundo contemporáneo de hoy mismo, muy especialmente en lo que se refiere a sus manifestaciones artísticas. Quizá fueran los árboles el primer recipiente de las palabras escritas, antes de que papiros y pergaminos llegaran. En latín la palabra liber significa al mismo tiempo libro y corteza de árbol y Plinio el viejo afirma que los romanos ya escribían toscamente ahí, antes de conocer los rollos egipcios. Los enamorados lo hacen todavía ahora grabando sus nombres en los troncos del bosque. Quizá fuera el árbol o tal vez la piedra, quizá las tablillas de cera o quizá el barro, pues sobre él los sumerios de la ardiente Mesopotamia trazaron los primeros signos que dejaron huella del lenguaje hacia el año 3000 a. C. pero fueron los papiros en primer lugar y los pergaminos después, los receptores y formadores de los libros. Aquellos de origen vegetal y estos de procedencia animal. De las tiras rebanadas de una planta acuática propia del Nilo, el cyperus papirus , proceden los materiales más finos que poblaron las primeras bibliotecas. Se trataba de largas láminas enrolladas sobre sí mismas y desplegadas para su lectura. Supusieron un enorme avance aunque eran frágiles, incómodas y estaban amenazadas por un rápido deterioro. El papel llegó después y parece el material ventajoso y definitivo, pero ahí está el soporte electrónico para discutirlo. En todo caso, antes de la llegada de la imprenta, las reproducciones de los libros se hacían a mano, conservando palabra por palabra y letra por letra, así que las primeras librerías eran talleres de copia por encargo, en los que el precio del material y del trabajo debieron ser constantes. Vallejo considera probable que la idea de crear una gran biblioteca universal naciera de la mente de Alejandro Magno pues para el conquistador macedonio, que fue educado por Aristóteles y mostró un gran afán de conocimiento, reunir todos los libros existentes era equivalente a poseer el mundo. Consta que La Ilíada fue su libro de cabecera y que no se separaba de ella durante las campañas militares. Sus sucesores, los reyes ptolemaicos crearon una extraordinaria biblioteca que se constituyó como el centro de difusión cultural más influyente del mundo antiguo. La biblioteca de Alejandría, la más importante, sí, pero no la primera en su género. Con anterioridad, el rey asirio Asurbanipal fue el mayor coleccionista de libros. Creó la biblioteca de Nínive, de cuyos restos arqueológicos se recuperaron 30.000 tablillas en las que tan solo una sexta parte eran literarias. La pasión del coleccionista de libros se parece a la pasión del viajero; conocer, observar y preguntar. Desde Grecia y Roma, la autora dialoga con grandes viajeros actuales como Kapuscinski autor de una obra titulada viajes con Heródoto en el que nos muestra el temperamento de un incipiente periodista, con Umberto Ecco y su nombre de la rosa , tan vinculado con Borges que concebía el paraíso en forma de biblioteca.Vallejo se detiene en otros muchos y elabora a mano alzada la efigie de riesgo de aquellos oficios que preservaron la cultura. Los libros nos acompañan desde entonces y son necesarios para asomarnos a las ideas, para desarrollar un sentido crítico y para alcanzar una claridad multiforme.Todo está en los libros, compañeros amables que esperan sin protesta que les tomemos de la mano y volvamos a abrirlos. El infinito en un junco Irene Vallejo Siruela, biblioteca de ensayo Madrid 2020 450 páginas

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