Revista Pliegos de Rebotica - Nº 144 - Enero/Marzo

esa noche a trabajar. Lo señaló sobre la mesa. Me puso en un pedestal por mi iniciativa de ausentarme lo justo para ir a darme una ducha, cambiarme de ropa y volver enseguida al trabajo. Por descontado, Lorenzo eludía mis alusiones bajo las sábanas. Desde que había decidido comer en casa –argumentaba ante mi estupefacción– en lugar de en una cafetería, nuestras siestas conjuntas lo estaban dejando exhausto. Luego se le cerraban los ojos delante del ordenador. Como cantinelas expurgatorias me recordaba lo de que ya no era un jovencito, el estrés con la cartera de clientes o cualquier otro despropósito. En pocas semanas la derrota fue categórica e inmisericorde. Lo confirmé un sábado, cuando volví a casa en coche tras pulular por Grecia e Italia durante ocho días interminables con un grupo de universitarios desmadrados. Después de aparcar, con la maleta de ruedas y el bolso pesándome como un mal dolor, caminé hacia mi domicilio. En la esquina me detuve, clavada en el suelo como una papelera. Lorenzo salía del portal con una mujer cogida por el hombro. Una que era yo sin ser yo. Vestida con el conjunto de cachemir que me había comprado la temporada anterior. A pesar de que era noche cerrada e insuficiente la luz marchita de las farolas, pude distinguir que su cara era la mía. Grité el nombre de mi marido con un graznido incontrolado. No pasaba nadie más y tuvo que escucharme. Ni se inmutó. Ni me oyó. Ni me vio. Entonces crucé para aproximarme a ellos. Él pasó delante de mis narices sin siquiera reparar en mí. Ella, por el contrario, respondió a mis balbuceos lacrimógenos con una sonrisa y una mirada desafiante que sentí llegar desde algún universo remoto, a millones de kilómetros de donde yo estaba gimiendo. Me senté en la acera, congelada de amargura. Como en una película en blanco y negro, pasaron por mi mente las noches en brazos de Ranjib, el sacramento con la niña de la cabeza rapada, y entendí su significado al recordar algunas lecturas juveniles en las que se citaba la transmigración. El mejor relato del mundo , de Kipling, Metzengerstein , de Allan Poe, El doctor Héraclius Gloss , de Maupassant, incluso Ulises , de Joyce… Hice acopio de resignación para enfrentarme a lo que me esperaba. Tanteé mis juegos de llaves para entrar en mi casa y arrancar el coche, y comprobé que en minutos se habían convertido en inservibles. Por suerte tenía dinero en metálico y mi tarjeta de crédito aún funcionaba. Por muy poco tiempo. Al salir del cajero y comprobar el carné de identidad, vi que la foto era la misma pero no el nombre. El teléfono móvil se había apagado y marcó error al teclear el código pin. Fui en taxi hasta el aeropuerto y tomé el primer vuelo a la India. De vuelta a Benarés el barbero de los dientes perfectos me afeitó la cabeza para eliminar los residuos de la mujer que un día fui y que ya jamás volvería a ser. Una mujer que, por razones que un entendimiento occidental nunca alcanzará, había sufrido el abordaje de una reencarnación adelantada. Ciertos humanistas postulan que más de tres cuartas partes de lo que vivimos ya ha sido vivido antes por otros durante milenios. No seré yo quien les contradiga. Antes de cubrirme con un sari bordado de seda roja, el comerciante barbero untó con sándalo la piel blanquecina de mi cráneo, bajo los destellos palpitantes de un quinqué de aceite y, viniendo desde la calle, de un misterioso residuo lumínico de origen indefinido. n 27 Pliegos de Rebotica 2021

RkJQdWJsaXNoZXIy MTEwMTU=