Revista Pliegos de Rebotica - Nº 142- julio/septiembre 2020
N N adie se hubiera atrevido a vaticinar que aquella fría y soleada mañana del único 2 de febrero que hubo en 1852 fuera a pasar a la gran Historia de España en su capítulo de tragedias a medio cocinar. La joven reina Isabel II festejaba el nacimiento de su hija –también Isabel–, después de los partos anteriores que no habían cuajado al parir sin vida a sus dos primeros retoños. La niña nació el 20 de diciembre del año anterior y fue bautizada de inmediato vistas las dificultades de supervivencia que parecían presentar estos niños. Aquel 2 de febrero Madrid se había engalanado con sus mejores vestuarios y el pueblo aclamaba a la jovencísima reina que, por fin, presentaba una heredera para garantizar la continuidad de la Monarquía. Se había programado una lujosa comitiva para desplazar a la reina y su familia desde el Palacio Real y sus aledaños en la Almudena hasta la basílica de laVirgen de Atocha donde se iba a presentar a la recien nacida ante Dios, Nuestro Señor. Eran tiempos de constante turbulencia política. Había corruptelas por todas partes. Los prebostes y jerifaltes de los partidos estaban más atentos a los movimientos del ejército y los púlpitos que a modernizar un país que se estaba quedando atrás con extraordinaria eficiencia. De repente, de entre la multitud que se agolpaba en los pasillos del Palacio Real para saludar a la reina, surgió la figura de un clérigo de aspecto desgarbado, tenebroso y sucio. Se acercó a la monarca y antes de que reaccionara la Guardial Real le asestó una puñalada que hubiera sido mortal de necesidad si Isabel no hubiera estado bien protegida por las numerosas capas de su abigarrado y rico ropaje y por un rígido corsé a prueba de estiletes. La mañana, aunque soleada, era muy fría y la jefa del Estado, que aún estaba en plena recuperación del alumbramiento de su hija, no quiso correr el riesgo de sufrir una mala gripe.Aquello fue el antecedente natural de los actuales chalecos antibalas, el espontáneo paso de las corazas y armaduras a los actuales pertrechos militares. El cura se llamaba Martin Merino y tenía fama de adusto y avinagrado, pero su atentado no fue obra de una conspiración bien orquestada entre progresistas, moderados, golpistas, ilustrados o republicanos. Nadie más participó en aquella intentona y el sacerdote fue ejecutado por garrote vil unos días después. Con tanta guerra carlista, tanta sublevación, tanto cambio de gobierno, tanta redacción de constituciones jamás refrendadas y tanto lento decaer del imperio español en el siglo XIX, es posible que este suceso se hubiera perdido entre las hojas olvidadas de los buenos historiadores si Benito Pérez Galdós no lo hubiera utilizado como argumento de enganche de dos de sus Episodios Nacionales más brillantes. Merino aparece varias veces en los Episodios , pero lo hace en la plenitud de sus sombrías facultades en Los duendes de la Camarilla y al principio de La Revolución de Julio . Galdós centra su relato en las gentes que viven o malviven en la capital pero no pierde la oportunidad de revisar con enorme rigor científico y al detalle los acontecimientos que fueron conformando la trayectoria de España en aquellos procelosos años. Las palabras de cura Merino al asestar la puñalada –¡Muerta eres! ¡Con esto tienes bastante!–, su idiosincrasia o su protesta ante los desmanes de los sucesivos gobiernos son recogidas por el escritor sin dejarse nada en el tintero. Casi es una descripción forense. Galdós, autor de teatro. Los pocos lectores que conocen mi estilo saben que ahora este Sol podría derivar con facilidad hacia aquello que pudiera haber pasado si el cura hubiera tenido éxito en su hazaña regicida ¿Qué habría sido de España? ¿Habría caido entonces la Monarquía? ¿Maria Cristina habría recuperado una regencia, ya muy cuestionada, hasta la mayoría de edad de su nieta recien nacida a la que bautizaría la posteridad con el popular apodo de la chata ? 48 José Vélez García–Nieto SOLES DE MEDIANOCHE Pliegos de Rebotica 2020 Cien años con Galdós
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